Cruce de paralelas

images¿Se acuerdan ustedes de la paradoja del hombre que viaja al pasado y asesina a su abuelo? Eso que parece imposible en su propia línea del tiempo (la del viajero) apenas se diferenciaría, en realidad, de un suicido corriente. El espacio-tiempo es un ‘universo de bloque’ donde el pasado, el presente y el futuro coexisten. Si nos detuviéramos a contempla el universo desde arriba, entre otras maravillas, advertiríamos que el tiempo no avanza, que todo tiempo es siempre presente.
Dos líneas paralelas pueden, en consecuencia, cruzarse en un fugaz instante.
Por los atajos de los agujeros de gusanos y a una velocidad mayor que la de la luz, un punto del universo y otro son vecinos, la cronología no existe y el mundo, su espacio-tiempo, es un gran escenario en que, en duo, actúan la nebulosa protosolar y el big-bang.
Un espectador ideal, desde su palco ideal, podría presenciar en simultaneo, la expulsión de Adán y Eva del Jardín del Edén, la construcción de la Pirámides, el derrumbe de las Torres Gemelas, su propio nacimiento y también su propia muerte.
De esta manera se hace sencillo imaginar a W.G. Sebald registrando lo que Bayle (Stendhal) le cuenta de la Batalla de Marengo, o a Hamlet y el Quijote discutiendo sobre “higiene y cultura” en una estación de trenes de Buenos Aires, mientras Lugones toma notas.
Sin ir más lejos, trabajo desde hace bastante tiempo, escritorio de por medio,  con un crítico teatral de prestigio. Durante sus vacaciones de hace dos o tres años, así me lo contó, quedó con el escritor Sandor Marai, para degustar un capuccino en El Castellino, un café cercano a la Piazza Venezzia en Roma, y allí poder hablar largo y tendido. Así  lo hicieron, y a mi requerimiento, definió al novelista húngaro muerto en 1988, ”como una persona encantadora”.
En cuanto a mí, no abundo en esas experiencias (supongo que ese tipo de  viajeros se eligen muy especialmente) pero ayer a la noche, tuve ocasión de cruzarme con un hombre encorvado, mórbidamente pálido, que tosía seco, y se apretaba fuerte las solapas del saco para protegerse de la noche gélida. Lo reconocí inmediatamente:  era Antón Pávlovich Chéjov.

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