En el Km. 526 de la RN188

 

 

 

 

 

 

 

 

Destino: Carmensa (un Km. por la 143, desde Gral. Alvear, Mendoza, Km. 800, RN 188)
Accidente: Antes de llegar a Huinca Renancó (Córdoba) Ruta 35 Km 526, desde Realicó La Pampa) Km. 477 por RN 188.

Mamá y papá murieron en un accidente en la ruta 188, asando Huinca Renancó, ya muy cerca de Realicó, todavía en La pa. El 128 Berlina blanco, de segunda mano pero en muy buen estado, quedó como prensado para chatarra, pero ni el Scania rojo igualito a un tanque de guerra contra el que se incrustó, ni yo, que aún no había cumplido dos años, sufrimos ni una raspadura.
Hace unos pocos años, cuando mi tía Zulema se estaba muriendo, en un momento de lucidez entre inyecciones de morfina, me dijo que lo del 128 no había sido un accidente, que así lo habían declarado el conductor del Scania rojo y algunos otros testigos, y que aunque no lo hubieran declarado, ella ya lo sabía: que mi padre abandonó su carril como cien metros antes, apretó el acelerador, y buscó estrellarse deliberadamente. Le producía, o a mí me lo pareció, cierta satisfacción el morirse contándome esto. A lo mejor, era solo un efecto de la morfina que ya comenzaba a adormecerla.
Después del siniestro continué viaje y me quedé diez años viviendo con mis abuelos en Carmensa, un pueblito mayoritariamente de chacareros, al sur de Mendoza. El siniestro se borró de mi memoria, no me quedó ni una imagen, quizás porque era demasiado pibe, quizás porque las sepulté con toda consciencia en los sótanos del inconsciente.
Mi abuela se miraba para adentro y extraía los recuerdos como si fueran fotos apenitas amarilleadas. Me contaba, por ejemplo, de los bailes que tenían lugar sábado por medio en el encalado galpón grande de Carmensa. Allí- sobre el piso de tierra apisonada, se ensamblaba una tarima rustica desmontable a la que se adornaba con guirnaldas de papeles triangulares de colorinches y sobre ella, toda la noche, alternaban solistas, grupos musicales y las orquestas que se formaban en las distintas colonias de Inmigrantes. Entonces intercambiaban balalaikas, pasodobles, canzonetas, polcas, foxtrots, tangos y valsecitos, y dale que dale, no se dejaba de bailar hasta que los gallos anunciaban el domingo. Y entonces, siempre, invariablemente, la abuela se acodaba de Hildita y los ojos se le llenaban de lágrimas.
Ninguno la sacaba a bailar -decía ella- ¡Y era tan linda! Con su vestido de broderí, celestito claro, el de “las ocasiones”, un poco por debajo de la media pierna, sentada allí, tan modosita, con el vaso de naranjín “Nora” con el que apenas si se había mojado los labios y que no apoyaba nunca en la mesa, lo sostenía así, a la altura del pecho, con su manito tan pequeña y muy pálida, y sonreía, aunque todos sabían que estaba triste.
El eterno plantón de la Hildita tan inexplicable como ineluctable, su estar siempre allí, en desesperanzada disposición…
¿Alguien podía jurar que la Hildita no estuviera “ojeada”?
Un mal día corrió la noticia de que a la Hildita –esa chica tan mona- le habían diagnosticado una enfermedad incurable y que no iba a durar mucho. Entonces todo el mundo tuvo la absoluta convicción de que el sábado próximo, que tocaba baile, por fin iba a aparecer el galán piadoso, su primer y quizás último compañero de baile. Si hasta se le pidió a la orquesta que preparara, con cantor incluido, una musiquita que parecía hecha especialmente para la ocasión.
Cuando mi abuela me la cantaba con su poquita voz, me hacía brotar las lágrimas.
Venía, la canción digo, tan de lejos, y tan ajada como un vestido de novia antiquísimo, pero sin estrenar. Recuerdo que comenzaba “Princesita rubia de marfil dueña de mi sueño juvenil” y terminaba así, más o menos: “Un cariñito y un clavel, sólo el clavel, lo que quedó”. Todo cursi, muy cursi, y lagrimoso, pero tan vívido que, mientras lo escuchaba, se me olvidaba que yo no había estado en ese baile, y lo revivía en detalle.
Pero retomando. Aunque supongo que, durante la semana, todos y cada uno de los galanes se lo prometió a sí mismo, a la hora de la verdad ninguno se animó a romper el maleficio, e Hildita (Lafalla, Hilda Martha) unas pocas semanas después murió virgen, por lo menos como bailarina, y probablemente, también en las demás acepciones.
¡Ay! Cuanto deseé que por alguna de esas retrocausalidades, que mi amigo Diego, podía explicar tan simplemente, me hubiera sido concedido estar allí (haber estado) aquel sábado preciso, y ser (haber sido) el único bailarín en la vida de la Hildita.
Estaba también aquello de Ramón, el peón de los Mellado, que seguramente alguna vez, después de anochecer, pudo no estar borracho. Él le enseñó a mi padre a fumar y a liarse los cigarros (me lo contó el abuelo bajando mucho la voz, para que la abuela no escuchara y, por lo que recuerdo, fue la única vez que mencionó a su hijo).
Parece que el Ramón se murió de noche, pero como estaba dormido, no se dio cuenta. Fue así que se levantó tempranito, como siempre. Entonces su mujer le avisó que él se había muerto a la noche y que tenía que volverse a la cama. El Ramón consoló a su viuda, que lloraba -a los dos les gustó consolarse de mañana, nunca lo habían hecho antes- y después, como si fuera domingo, aprovechó para remolonear otro ratito, mientras la patrona le cebaba unos mates. A los compadres que llegaban al velorio y le daban el pésame, se los agradecía, uno a uno, con un fuerte apretón de manos, y a la mañana siguiente, pidió que lo dejaran ir a pie hasta el camposanto. Quería –dijo- echarle una última miradita al cielo, a los árboles y sentir el viento en la cara.
No habían terminado de bajar el cajón y Ramón ya sentía una modorra agradable, de siesta, escuchó todavía alguno que otro llanto, adioses apagados, y un “Tempus fugit” que recitó algún paisano pedante.
¡Qué pereza! Pensó, y ya no supo de los terrones que golpeaban la tapa, como alguien que llama a la puerta.
Muchos años después, otro Ramón, peón también -pero sin ningún parentesco con aquel que le enseñó a fumar a mi padre y, llegada su hora, animó su propio velorio- armó como un virtuoso, con una sola mano, pero sin alardes, el primero del largo millón de cigarrillos que llevo fumados. Puedo ver todavía como sustrae de su curtida tabaquera de cuero unas finas hilachas de áspero tabaco negro, como las extiende aplicadamente y como, antes de enrollar el cigarro, humedece con la lengua los extremos del papel.
Una cosa más, como al paso, un detalle que, hasta recién nomás, creía que permanecería guardado para siempre. ¿Porque lo estoy escribiendo ahora? Mejor ¿porqué recién ahora? Si no se trata de una confesión vergonzosa o algo así, si no se trata de nada importante. Mis abuelos paternos que fueron mis verdaderos padres ya que me criaron, siempre se callaban, como dije, cuando la conversación amenazaba dispararse para el lado de su hijo fallecido, mi padre. No lo hacían ostensiblemente, por lo menos no el abuelo. A La abuela Luisa, aunque disimulara, también se le notaba que el tema no lo gustaba, y sin transición, por birlibirloque, ya estábamos hablando de cualquier otra cosa, de algo de lo que ellos sabían que mí me gustaba escuchar, viejas historias de Carmensa y, sobre todo, de gente ya muerta, como la Hildita o el Ramón, pero, aunque yo les seguía el juego, no podía evitar quedarme con un regustito de frustración.
De mi mamá, de Checha, a la que apenas si alcanzaron a conocerla –quince días en Carmensa, y una semana, la de la boda, en Buenos Aires- se explayaban todo el tiempo que yo quisiera, y siempre entrañablemente. Así, Checha, la mujer más hermosa, fascinante y bondadosa imaginable, era la protagonista de una enorme cantidad de anécdotas, y detalles deliciosos,: como aquella vez que la presentaron a los Vargas, y Don Pepe tocó la mandolina y mamá se puso a bailar revoloteando la pollera ancha, como una gitana; o de lo pequeña, pero perfectamente proporcionada que resultaba cuando se la veía venir de cualquier lado; de aquel atardecer en que estaba llorando, mirando por las ventanas veladas al campo neblinoso, y cuando se dio cuenta que la abuela Luisa estaba cerca, se volvió hacia ella, la abrazó fuerte, y se empezó a reír con una alegría loca. También de lo bien que cantaba, “como Libertad Lamarque”, decía el abuelo, “Mejor” lo corregía la abuela; de lo hermoso que era el traje de novia de organdí que usó el día del casamiento, lo bien que le “sentaba” y con qué elegancia lo llevó, permitiendo que la cola, sostenida levemente por las damitas de honor, flotara sobre la alfombra roja de la nave central de San Nicolás de Bari, en Buenos Aires, y siempre así. Y mientras se inundaba de imágenes la Abuela Luisa acariciaba a Tere, la gata gris perla, grandota y eternamente ronroneante, el único bicho con licencia para entrar en la casa. Si hasta se le permitía dormir en la vieja cama de matrimonio  de bronce.
Una noche buscamos con el Benito, dos caballos en el corral de los Dodero, nos hicimos de aperos y unas riendas viejas, desflecadas, y tratamos de largarnos para Bowen donde, según el Benito, que era dos años más grande, había unos chinitas “que se dejaban”; pero no tuvimos la precaución de evitar que dos de los perros, la Tosca y el Bonzo, se vinieran con nosotros, lo que provocó un concierto de ladridos que despertó a toda la vecindad en varias leguas a la redonda, por lo que nuestra excursión duró lo que un lirio. No nos habíamos alejado ni quince cuadras, cuando fuimos capturados. No hubo castigó, -por lo menos no nos dieron una paliza- pero a la mañana siguiente el abuelo, tras una larga mateada silenciosa, me miró serio, sacudió la cabeza, y después, mientras vaciaba la yerba usada en la oxidada lata de tomates de 8 kilos, me dijo: sos igual que tu padre.

Hacía mucho frío cuando mi abuela murió en mayo de 1950 o 51, mi abuelo apenas si la sobrevivió tres meses, mis únicos recuerdos de la mañana posterior a su entierro son, primero el del agua congelada en la palangana, después, aquella neblina gris, húmeda y cerrada que no me permitía distinguir el atajo en el monte y a la que me entregue pese a la convicción de que iba a desaparecer en ella, finalmente, el del crujido de la escarcha que mis botines aplastaban camino a no sé adonde.
Después, mi tía Zulema, la hermana de mamá, solterona, seca, agria, me trajo a Buenos Aires, a La Paternal, no para que viviera con ella, sino en la misma casa en la que vivía ella.
Yo tenía la edad justa para el tercer grado y, por primera vez, la nítida percepción de la orfandad.
De tan absolutamente libre sentía, confundidos, pánico y una felicidad desbocada.
Podía elegir entre volver o no del colegio o de la noche, y daba lo mismo, nadie se inquietaba o preguntaba por mí a los vecinos, o a la policía, o a los hospitales, caminaba las calles del barrio haciendo muecas y gritando palabras sucias sin lograr que me vieran o me escucharan, y si al volver -no recuerdo de dónde ni de cuándo- cerraba la puerta con un violento portazo, el glacial silencio de la casa se endurecía.
De lo otro, de lo perdido, no supe, no procuré, saber nada más. Creo, sin embargo, que si alguna gracia, o puede que alguna trampa, me devolviera a ese tiempo y a ese espacio, llegaría puntualmente hasta donde quisiera llegar, reconocería las caras, el camino polvoriento desde la estación hasta las chacras, los sulkys que si tenías suerte se ofrecían a llevarte, las enormes chatas cargadas de forraje tiradas por dos percherones, las parvas fauvistas, la laguna salada que se secaba en verano, blanca, quebradiza, cegadora, los atardeceres rojos que invariablemente me producían tristeza y que, lo sé, hasta el último día, en el kilometro 485 de la ruta nacional 188, continuarán produciéndomela.

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