Los pintores impresionistas amaban la luz. August Renoir contaba (¿en broma?) que una mañana a uno de sus colegas se le acabó el color negro, y que ese accidente fue la causa del nacimiento del impresionismo. Asimismo, y simultáneamente, afirmaba que el blanco no existe en la naturaleza, lo que de ninguna manera significaba que el negro exista: Anoche terminé mi relectura de “Años Luz”, novela en la que James Salter nos cuenta la historia de Viri y Nedra Berland, un matrimonio perfecto y la de su universo en el que, aunque extraordinariamente sutil, como en todo paraíso sucede la entropía.
En la primera lectura (principios de 2019, creo) subrayé esta frase con la que acabo de reencontrarme:
“No hay una vida completa. Hay sólo fragmentos. Hemos nacido para no tener nada, para que todo se nos escurra entre los dedos. Y, sin embargo, esta pérdida, este diluvio de encuentros, luchas, sueños… Hay que ser irreflexivo, como una tortuga. Hay que ser resuelto, ciego. Porque cualquier cosa que hagamos, incluso que no hagamos, nos impide hacer la cosa opuesta. Los actos demuelen sus alternativas, he aquí la paradoja. La vida, por tanto, consiste en elecciones, cada cual definitiva y de poca trascendencia, como tirar piedras al mar. Hemos tenido hijos, pensó; nunca podremos no tener hijos. Hemos sido mesurados, jamás sabremos lo que es derrochar nuestra vida”.
“Años Luz” es, en dosis exactas, luminosa y triste.