Balance de un jubileo

Hace justo un año (*) Macri me jubiló del Cervantes.
Yo era el titular (o así me lo creía) de la Asesoría Literaria.
Cuando en 1996 me convocó Osvaldo Dragún, la situación era más o menos la siguiente: los textos, los proyectos teatrales, etc. se presentaban y allí quedaban, in sæcula sæculorum, acumulando tierra y abortando vaya a saber a cuántos Chejovs o Ibsens nativos.
Eso era -para el “sentido común”- lógica pura.
¿Por qué enojarse por algo inevitable?- Eso fue lo que me preguntó con genuino asombro un empleado del San Martín cuando fui a preguntar por una obra que había presentado un años antes, y el detalle de encontrarla en el mismo escritorio polvoriento y en la exacta posición en el que la había abandonado, no me cayó bien del todo. La verdad de la milanesa, siguió instruyéndome, era que todos los días se presentaban proyectos, por lo que ninguna persona sensata podía pretender que, además de recibirlos, los leyeran. Lo que no se atrevió a preguntarme fue ¿Pero usted quién se cree que es? Y tenía razón ¿Quién era yo “teatralmente hablando”, tras 20 años de ausencia del país? Nadie ¿Y si no hubiera tenido que ausentarme del país? Muy posiblemente igualmente nadie.
La reacción de algunos amigos del “oficio” a quien les comenté mi experiencia, fue de sorpresa, pero no por la peripecia de mi proyecto, sino por mi intempestivo enojo. Algunos –los que me estimaban más o menos- me aconsejaron: andá y hablá con XX. Ese, parece, era el procedimiento establecido por el uso, pero yo no fui a hablar con XX.
Ésta, más o menos, constituía la filosofía de las salas oficiales respecto a la gran mayoría de materiales que, teóricamente, deberían constituido su fuente de programaciones.

(*) Enero de 2016

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