Alberto Wainer

EL CERVANTES. ideas de Teatro Nacional (… y algunas notas y disgresiones).

Presentación del libro

El miércoles 7 de diciembre pasado, se realizó la conferencia de Prensa en la que el Teatro Nacional Cervantes anunció su Programación 2012. En su transcurso, además, se presentó el libro “El Cervantes. Ideas de Teatro Nacional (…y algunas notas y digresiones), de Alberto Wainer.
A continuación, su Prólogo, escrito por la periodista Aida Giacani, Jefa de Prensa del T. N.C., seguido de una Introducción que procura poner en claro el propósito de su escritura.

Prólogo

Conozco a Alberto Wainer desde hace unos 15 años. Somos compañeros, y cada uno a su manera y desde su función, testigos y protagonistas del diario trajinar de este entrañable Teatro Nacional Cervantes. El trabajo nos ha reunido en ocasiones y así pude descubrir, para tener luego plena certeza, que en la personalidad de Wainer hay una marca a fuego: su actitud crítica ante cualquier acontecimiento de la vida. Cotidiano o excepcional, trascendente o pasajero, no importa, él le creará crisis con su mirada siempre aguda y su expresión contundente y segura. Por cierto, debo decir que coincidimos a veces y muchas otras no. De lo que no tengo duda alguna es de que me dejará pensando. Y así es su libro EL CERVANTES. Ideas de Teatro Nacional (…y algunas notas y digresiones).

En sus páginas el lector encontrará el resultado de una exhaustiva investigación y el de una vida dedicada al arte, a la lectura y escritura y por sobre todo, al teatro, aquí y en España, país del que también abrevó para aportar información a este trabajo. Con este libro Wainer se aleja de la tentación de recorrer la historia del Teatro Nacional a través de sus amables anécdotas, miles, por cierto, tratándose de artistas, escenarios y camarines. La cuenta -como él mismo dice-desde su prehistoria, detalladamente, y en su relación con el contexto, los movimientos intelectuales, los acontecimientos mundiales que marcaron momentos e hicieron sentir su influencia. Un cruce permanente de personajes con sus luces y sombras, que entran en acción y presentan conflicto. Claro, son estos personajes reales, responsables de sus acciones, reconocidos, polémicos, que han trascendido su tiempo o que lo están transitando y tal vez trascenderán por sus buenas o no tan buenas gestiones.

Historia, notas y digresiones – independientes pero complementarias- arman una estructura lúdica que el lector podrá leer como prefiera: “Sé – escribe Wainer- que hay lectores que detestan las notas a pie. Los distraen, dicen, de la idea central. A ellos los invito a prescindir de estas notas sin el menor escrúpulo…”. Pero las notas al pié –como en aquel maravilloso cuento de Rodolfo Walsh así titulado- contienen sustanciosa información, fundamental para la comprensión de la cronología histórica del Cervantes.

id=»» align=»alignright» width=»160″ caption=»Aida Giacani»

Por primera vez, esta historia que empezó con el sueño fundacional de la actriz española María Guerrero, se convierte en un libro que abre el terreno de la discusión y la polémica, del compromiso y el disenso. En una invitación de su autor a participar, desde la concordancia o la oposición, a la reflexión acerca de las políticas a seguir cuando de teatro nacional, federal, se trata.

 

Introducción

Porque comparto el pensamiento de que sólo el espíritu crítico es creativo, y que los relatos ensayados hasta la fecha sobre nuestro único Teatro Nacional, cualquiera sea su aporte o tendencia, merecen ser vueltos a leer con ese espíritu, probaré, muy brevemente, revisitar su historia, sin la pretensión de abarcarla en su totalidad (de hecho las notas a pie, las digresiones y las variaciones son aquí más profusas -y quizás también más reveladoras- que la escueta línea cronológica puntual, hay en ellas una suerte de heurística, de pensamiento lateral, un montaje transversal, con itinerarios y añadidos decididos desde puntos de vista heterogéneos, y también, sin la pretensión de develar ninguna clave oculta, arriesgando incluso ideas muy discutibles que pretenden precisamente eso: ser discutidas. Una constante de sus noventa años de existencia, fue, y puede constatarse, la del estado de crisis o la de la acechanza ominosa de la crisis, un espiral ascendente y, enseguida, descendente, lo mejor y lo peor -abnegación, ideales, frustraciones, corruptelas, renacimientos, recaídas y nuevos despertares llenos de empuje, de esperanzas, de proyectos, de imaginación – pero acaso ¿no es esa, precisamente, la constante de la historia del país cuyo arte teatral asume?¿Y qué lectura de país, qué critica de la cultura -no ya solo del teatro- puede hacerse desde un relato de datos soslayados, de apropiaciones, de, tal como es recurrente en nuestra patria, desapariciones y falsificaciones manifiestas?

De todas maneras, si se aspira a que repensar, refundar, sea algo más que abstracciones, hay que obstinarse en buscar en las raíces, abierta, pluralmente y, si es necesario, con impiedad.

En eso, estrictamente en eso, y con toda humildad, está la justificación de esta brevísima historia, y de las notas a pie a las que -asociaciones inevitables- nos remite su andadura. También en la convicción de la necesidad de que nos detengamos por un instante en esa idea, esa intuición, de Teatro y Nación, que excede, por supuesto a nuestro país, y que orientó las búsquedas de gentes tan diversas como Lope de Vega, Ignacio de Luzán y Leandro F. de Moratín, Lady Gregory , William B. Yeats y John M. Synge, Jean Racine, Moliere, Benjamin Constant y Víctor Hugo, Johan W. Goethe, Friedrich Schiller, Gotthold E. Lessing y Johann von Herder, Giambattista Vico, Eduardo de Filippo, Luigi Pirandello, Paolo Grassi y Giorgio Strehler, José Marti, Juan B. Alberdi y Domingo F. Sarmiento, Mariano G. Bosch y Vicente Rossi, etc. Todo un Almanaque de Gotha del teatro mundial que, sin embargo, a los diseñadores de nuestra cultura les pareció provinciano, invasivo o alienante y, esto es lo preocupante, aún les sigue pareciendo. Ellos, en un tiempo en el que, parafraseando a Sthendal, asistimos a un enorme estrechamiento del campo de la historia (y también de la política) reivindican una independencia abstracta, una antiinstucionalidad romántica, (pero aún en uso), y lo hacen a tal punto que la sanción al artista que asume la creación desde un ámbito teatral público -y hay ejemplos más o menos recientes que, oportunamente referiremos- adquiere dimensiones de excomunión. Por supuesto, el tabú afecta exclusivamente a la creación desde la esfera de la gestión y la dirección política, nunca a la del simple ejercicio del oficio privado que, parece, es a-ideológico y, por lo tanto, no implica compromiso; es más: actores directores y ejecutores de otras muchas disciplinas que han ejercido “su trabajo profesional” en épocas y situaciones ética y políticamente discutibles, sufrirían como un insulto que se los convocara para una función dirigencial. Establecen así una suerte de escalafón de consciencia y responsabilidad, en la que les toca la parte del profesional funcional, aséptico y, por lo tanto, inocente.

Naturalmente que el espacio y el método de producción de una obra artística es también su estética y consecuentemente, su ética, y que esto, desde un escenario oficial se redimensiona. Sería hipócrita ocultar que desde el espacio público se puede hacer teatro privado: privatizaciones y/o tercerizaciones que, de acuerdo a la permisividad coyuntural, obligan a mayores o menores encubrimientos; que el despacho oficial revela muchas veces al burócrata que “el artista” escondía, también que desde allí es fácil ejercer la censura sin ejercicio expreso de la censura, una suave censura -solapada, podría llamársela- por omisión, por olvido, por simple desatención, que se lo puede usar- en todos los sentidos- en provecho personal, y es, por lo tanto, comprensible que algún artista honrado o, muy ocupado en parecerlo, se proteja de estas tentaciones desagradables (o de su sospecha casi inevitable) y se abstenga. En ocasión de haberle sido escamoteado a La granada, de Rodolfo J. Walsh, un primer premio que incluía su representación por la Comedia Nacional, el crítico teatral de un importante periódico, escribió que la razón de esa injusticia debía buscarse en un prejuicio que juzga a la sátira menos importante que al drama (sic). Esto, hasta por lo engañoso de una redacción que insinuaba hasta cierto desacuerdo con la decisión al jurado, era simple complicidad vergonzante. El quid de la decisión no había que buscarlo en el género de la pieza.

Representar o no La granada sintetiza, como dilema, la fatalidad política de las elecciones artísticas de un Teatro Nacional.

Pero La Granada está desde 2002 en el repertorio histórico del Teatro Nacional Cervantes y eso, aunque me consta que hay ejemplos en contrario , funciona como indicio de que un Teatro Nacional puede -si ética, voluntad y política teatral se conjugan en quienes lo definen- enfrentarse a sus dilemas vertebrales y exponerse conscientemente a las turbulencias del ejercicio de la cultura, a sus ricas y dolorosas contradicciones. La consecuencia puede ser, perfectamente, el fracaso y la represalia del funcionario agraviado de turno, pero aún esa eventualidad conlleva un salto moral. Lo intentaron puntualmente, Antonio Cunill Cabanellas, Cátulo Castillo, Orestes Caviglia, Osvaldo Dragún y, no sólo la dirección, sino todo el personal artístico y administrativo del Teatro Nacional Cervantes cuando, sobre el final del gobierno de De la Rúa, además del Teatro que acababa del cumplir 80 años, todo el país parecía derrumbarse.

Alberto Wainer

Así de claras las intenciones, anotemos que como toda historia, la del Cervantes comienza antes del comienzo, la prehistoria es a la historia sentido e impulso, un tiempo-espacio-perspectiva en el que las obras del hombre se prueban necesarias o triviales.

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