Alberto Wainer

Hamlet: Cruce, repetición, conflicto.

“Yo llevo en mi interior, lo que no puede fingirse”

(Acto I. Escena II)

Hay un Hamlet metafísico, un Hamlet moral, un Hamlet político, un Hamlet existencial; hay, por ejemplo, el Hamlet de Álvaro Cunqueiro, que surge de preguntarse cuántos hombres son precisos, en la oscuridad para hacer en la luz un solo hombre verdadero y -más hondo aún- si un hombre puede, al mismo tiempo, ser y no ser. Está naturalmente ese Hamlet bárbaro, trasgresor de todas las preceptivas que pagó por ello un largo exilio escénico hasta que, creyendo descubrir en él una libertad que ansiaban, los románticos (Hugo muy especialmente) lo rescataron, y –porque la historia no deja de ocurrir y es implacable- está también la progresiva pérdida de significado de ese re-descubrimiento, su transfiguración en dogma, y – esas son las fatalidades de la dialéctica- su consecuente crisis: “en muchos de nosotros- recuerdan precursores como Peter Brook y Peter Hall- existía una tenaz sospecha de que aquello distaba mucho del atrevimiento de la era isabelina, con su apasionada investigación de la experiencia individual y social y su sentido metafísico del terror y la sorpresa”, y la canónica versión de Laurence Olivier nos permite atisbar esa transición, nace de una tradición pero contiene su superación.

Hay, hubo (y seguramente habrá) muchas otros interpretaciones del arquetipo: las de Nietzche, Freud, , Joyce, Lacán, Deleuze (a partir de las sustracciones de Carmelo Bene), la de Müller (“No soy Hamlet…no interpreto ningún papel”), la de la iconografía tópica de un joven estudiante de teatro vestido de negro recitándole a una calavera un monologo que no corresponde la escena; la del inglés Edward P. Vining (fuente de la versión de Asta Nielsen de 1921) quien, en 1881, revelaba que el verdadero misterio del Príncipe danés consistía en ser una princesa andrógina; la de Andrzej Wajda para quien no importaba si Hamlet era hombre o mujer: lo imprescindible- afirmaba al asignarle el protagonista a la genial Teresa Budzisz-Krzyzanowska- era que se tratase de un cuerpo íntegro que atraviese situaciones extremas de la vida, y así, un largo etcétera.

Sea como sea, este príncipe dulce y cruel, más deseado (aunque seguramente por razones equivocadas) que Lear, Macbeth o Prospero, más que Edipo u Orestes, más que Fausto, más que Segismundo o Tartufo) es el gran enigma que sueñan descifrar actores, directores de escena y psicoanalistas. Coleridge decía que Hamlet “ejecuta esta prueba sutil de hacer creer que interpreta un papel en el momento mismo en que está muy cerca de ser el personaje” y Jean-Louis Barrault, en cierta forma completaba la reflexión: Nunca habrá estado más lúcido que cuando él simula la locura, ni más cerca de la demencia que cuando monologa en la sombra de los corredores del palacio. Esa es la paradoja de un arquetipo y, a la vez, la descripción de un oficio (el del actor), una mezcla tan sutil que casi hace posible la alquimia de imaginación, creación, verdad y engaño.

Hamlet –decía John Gielgud- como obra, como papel, debe ser redescubierto, recreado, cada diez o quince años. Los cambios de este mundo afectan forzosamente el temperamento de directores, actores, del mismo modo que las reacciones del público. Sea como fuere, la tragedia en sí permanece idéntica.

¿Permanece idéntica?

 En realidad, sus creadores hablan mucho más de obsesiones propias que de las del propio poeta (yo diría que es porque las ignoran, y que nos alegremos que así sea) y el personaje, es, como ha sido siempre, un charco de reflejos, un vasto espejo en el que cabe la posibilidad de que sucede lo que sucede porque estamos convencidos previamente de que sucederá- terminaremos reconociéndonos o creyendo reconocernos.
Mi Hamlet, por ejemplo, y no es la primera vez que lo escribo, es un sobreviviente de la modernidad que canta artrósico No nos moverán” y All I need Is love”, lee maniáticamente “La Náusea” (Words, words, words) y busca a Yorick en las listas de desaparecidos de la CONADEP o en las cenizas de un horno crematorio.

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