El 3 de julio Ramón –Ramón Gómez de la Serna- cumplió 130 años (*). Vivía a siete cuadras de mi casa, en el sexto piso de un edificio de departamento de la calle Victoria, hoy Hipólito Yrigoyen (**). Yo -que sabía que era el autor de esas retahílas de frases cortas, lunares, inexplicablemente cómicas y destellantes, que publicaba “El Mundo” y que, puntual, mientras desayunábamos, nos leía mi abuela los domingos- lo acechaba, las mañanas soleadas del invierno, en la esquina de Pozos y, cuando salía hecho un dandy del brazo de su esposa, lo seguía fascinado. Recuerdo que inexorablemente rumbeaban para el lado de Entre Ríos, y que yo, aunque cada vez me prometía alcanzarlo y hablarle, nunca me atreví a hacerlo. Una o dos cuadras, a distancia prudencial, detrás de la pareja, e invariablemente la renuncia, el limitarse a comprobar cómo, fatalmente, volvía a perderseme.
Es que aquello de “al morir el viejo marino pidió que le acercasen un espejo para ver el mar por última vez” o “el agua se suelta el pelo en las cascadas” había despertado en mí un ansia, pero también un desasosiego que ya no me abandonaría, cuya razón por entonces no podía entender, y ahora tampoco puedo.
“Era tan mal guitarrista, que se le escapó la guitarra con otro”, leía Beba, la madre de mi madre, tan coqueta que se enojaba si la llamáramos abuela, y seguía: “Cuando la mano izquierda del pianista salta sobre la derecha, le roba notas del lado que estaba prohibido” y todos nos reíamos, pero, y eso me inquietaba porque aunque la escena recurría familiar, reconocible, un no sé qué en nuestra carcajada sonaba distinto, levemente maniático, peligroso.
La greguería infiltraba algo subversivo en la previsibilidad del humor, tal como hasta entonces lo entendíamos.
Ramón, simplemente Ramón –igual que para Tuñón, alcanza con Raúl, y para Lorca, con Federico- ese vecino de la calle Victoria, era ya para mí, aunque tardaría mucho en descubrirlo, la imagen que anhelaba llegar a reconocer finalmente en mi espejo.
Desde siempre- desde la muchachada martinfierrista– toda nuestra vanguardia, inconsciente (y muchas veces conscientemente) lo plagió e ignoró compulsivamente.
Su destierro fue muy diferente al de los otros escritores y artistas que identificamos con el exilio (Rafael Alberti, Jacinto Grau, María Teresa León Luis Seoane, Margarita Xirgu) por eso durante su estancia en Argentina, y pese a ser uno de los fundadores de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, la percepción política de su figura fue marcadamente distinta de la que se tenía de otros republicanos expatriados, además, virtuoso de la inoportunidad, en una entrevista que concedió a un diario español (reproducida alevosamente por “Sur”) habló elogiosamente del peronismo y de su política social. Esto, además, de la excomunión de la omnipotente Victoria Ocampo, le significó la perdida de sus colaboraciones mensuales en “La Nación”, que databan de 1928, y el desprecio de la crème de la crème de la izquierda y la derecha intelectual criolla.
Julio Cortazar, quince años después de su muerte, tue uno de los primeros en revalorizarlo: “La memoria es loca, lo tengo muy estudiado; a veces es también idiota, pero la locura por suerte puede más y en todo caso provoca conductas desordenadamente extravagantes del pensamiento y sus productos escritos. José de la Colina demuestra que en los míos falta una lógica, esperable y elemental referencia a Ramón Gómez de la Serna. […] La relojería de la memoria no me trajo jamás el nombre de Ramón mientras escribía “Rayuela” y mientras tantas sombras queridas iban y venían por “La vuelta al día en ochenta mundos” y por “Último Round”; tal vez lo más penoso frente al reproche que ahora se me hace es la certidumbre interna pero indemostrable de que sí, de que Ramón estaba y está ahí, por la sencilla razón de que no podía y no puede no estar; por amor, por admiración, por enseñanza, Ramón estaba y está”.
Destratos, omisiones, olvidos. Supongo que Ramón, desganado apenas si sumaría una greguería terminal: El escritor quiere escribir su mentira y escribe su verdad
(*) Esto fue escrito en julio de 2018.
(**) Confronto los datos y advierto que algo en lo escrito no funciona: La calle Victoria pasó a llamarse Hipólito Yrigoyen en 1947, y eso significa que ya se llamaba así cuando identifique al autor de las «Greguerias» en mi vecino. En la misma cuadra de su casa, está el Teatro Empire. Yo tendría, calculo, diez u once años. Disculpen.