«Wonnaz Eirresz»

Los reyes incas alcanzaron el azogue y se admiraron de su viveza y movimiento, mas no supieron qué hacer de él ni con él. (…) Y así lo aborrecieron los indios de tal manera que aun el nombre borraron de la memoria y de su lenguaje.» Garcilaso de la Vega

(…) Viajo hacia atrás, rastreo en mi memoria atávica y descifro, casi desvanecida, la sombra errática, corroída por la sífilis, de Pedro de Mendoza, criado y gentil hombre de la Casa del rey Carlos I de España y destinado por éste para  yr a conquistar y poblar las tierras y prouincias que hay en el Río de Solis que llaman de la plata… Y así, del barro, como nuestros padres bíblicos, se creó la Real de Nuestra Señora Santa María del Buen Ayre,
…Y aquellos que la sacaron de la nada –apenas pasados cinco años- la devolvieron a la nada y pretendieron borrarla de sus pesadillas.
Cinco años, una eternidad de quimeras, peste, hambre y delirio, Y después cuarenta más, silenciosos, de cenizas, de ruinas y fantasmas.
Pero, la naturaleza de los hombres y de los potros -sin excluir al capón ni al amansado- es bagual. No entiende la razón de su anhelo, ni su melancolía perpetua, como quien recuerda, de otra vida, un paraíso perdido y, en ésta apenas sobrevive como un hibrido, se le permite soñar  que su corral es infinito, pero se siente preso
Entonces se despierta lo olvidado, sus espejismos adquieren la consistencia de la realidad y desencadenan una locura transgresora.
Apenas plantado el árbol de la justicia, alzada la espada a las cuatro direcciones e hincada en la tierra para marcar su posesión, Juan de Garay y su cortejo delirante se pierden en busca de la Ciudad de los  Césares, el espejismo de la Patagonia, la Ciudad errante, Trapalanda, Trapananda, Trapalandia, Lin Lin o Elelínque que, cuando se desvela caprichosa, en el claro de un bosque, en el corazón de una península o de un gran lago, puede enceguecer a los viajeros desprevenidos con el destello de sus murallas de metales precioso, o el de los cerros que la guardan , uno de diamantes, de oro el otro.
Así se adentran en las zonas del Tuyú, Tordillo y Kakel Huincul y más al Sur. Pero el sueño que persiguen, el que hace a quienes lo alcanzan inmortales, es errático y, para coincidir con él hay que esperar que vuelva, en el mismo sitio toda la vida.
Esta, sin duda, pudo ser el comienzo de una historia, pero no de la que ahora estoy viajando. Viene de más lejos, desde siempre, y siempre es el silencio primordial, un silencio lleno de sonidos sofocados. ¿No es la historia también secreto y olvido? ¿No está inscripta la historia jamás escrita en el conteo de los anillos de los árboles, en las varvas sedimentadas de las rocas, los fósiles, los glaciales, y en la lengua cifrada de los petroglifos?
Un tiempo vívido que animiza las cosas y el paisaje.
Un espacio que narra.
Pero con tanto salto de tiempo y de memoria, se me olvida contarles lo ocurrido con aquellos pingos de la primera y efímera fundación de 1536, setenta y dos o setenta y seis caballos, entre potros y yeguas, traídos por la más numerosa expedición española llegada jamás a estas playas. Mil doscientos hombres que tardaron cinco meses en atravesar el Atlántico en dieciséis navíos y que, apenas cuatro años después de haber creado el primer villorrio español en América del sur -cuatro años de violencia, peste y hambre- lo abandonaron creyendo que allí nunca más volvería a vivir un cristiano.
El veedor Alonso Cabrera -que dicen que estaba loco- ordenó despoblar Buenos Aires y mudar a sus habitantes a Asunción. Algunos, parece, se resistieron porque que algo habían podido sembrar y, ya se sabe, que «es mejor malo conocido…», pero Domingo Martínez de Irala, el ejecutor de la orden, fue implacable. Quemó un barco encallado que oficiaba de Fortaleza, la iglesia,  y las otras pocas casas que había. Irala hizo levantar unos mástiles con cartas dentro de calabazas. Allí dejaron, por si a algún navegante de paso le interesaba leerlas, unas cartas que indicaban lo  sucedido, donde (pura hipótesis) se los podía encontrar ahora, y, aunque  lo desconocian hasta ellos, como llegar.
En cuanto a los caballos, los que les quedaban, ya que algunos se los comieron para no morirse de hambre, cuando los últimos pobladores abandonaron el primitivo asentamiento fueron abandonados a su suerte, y pronto se desparramaron por toda la inmensa llanura bonaerense, así, en sus ricas pasturas,  se reprodujeron extraordinariamente (…) Entonces los aborígenes –porque contra toda teología, existían desde antes de ser creados y bautizados- los adoptaron como sustento y movilidad. Con el tiempo a éstos se les sumarian los que traían las corrientes colonizadoras desde Asunción, Perú, Chile. En unos pocos años miles de caballos cimarrones llenaron nuestras pampas. Manadas superiores a los dos mil ejemplares que percutían la tierra. Estampidas salvajes que atrapaban, con la voracidad centrípeta de un remolino, a las tropillas mansas que estaban siendo arriadas por los criollos, y las confundían en sí mismas para siempre.
De esos saltos atlánticos, de esas epopeyas, de esos aires furiosos de libertad, nació la raza de caballos criollos, fuerte, guapa, inteligente. Descendientes de los bravos berberiscos pero, pero por la adaptación al ambiente americano y la severa, casi cruel selección realizada por la naturaleza durante siglos de vida salvaje, absolutamente originales, tanto, al menos, como el gaucho o el indio y, como buenos argentinos, misturados. (…)
El rey de todos ellos, el gran padrillo, Firpo se llamaba, fue parido como cuatrocientos años más tarde.

• Ilustración de Ulirch Smiedle, que cita a Buenos Aires con el nombre germanizado de «Wonnaz Eirresz»

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