Hay algo generoso, fraterno, en la necesidad y en el gesto de contar historias; trabajo de copleros, juglares, descifradores, dulces abuelitas, poetas, fundadores. Las historias -aún las invenciones más fantásticas- son, esencialmente, memoria. Porque el hombre no puede imaginar lo que, de alguna manera, no está en su experiencia o en la de sus ancestros, ni resignarse a irse sin dejar señales de su paso. Así, el contador de historias, quiéralo o no, subvierte el status-quo, es un resistente, y al someter a su tiempo histórico a la perspectiva insolente de las metáforas, los mitos y las ficciones, resulta un socialista.
Esa es la razón de que me parezca admirable la intuición de Joao das Neves de pensar a Dragún, trascendiendo los géneros, entre los grandes narradores de historias de Latinoamérica, y lo asocie a Rulfo y Guimaraes Rosa. Claro que estos parentescos y geografías son más amplios, casi infinitos, porque las historias y las esquinas de Chacho se extienden por el mundo, claro está; siempre a partir de aquella mítica, la de la barra iniciática, y aunque dijo: Yo viví siempre en islas, Cuba lo es, el Teatro Fray Mocho lo era, no dejó nunca de trazar puentes, descreyó de la pragmática de “lo posible” y vivió intensamente una utopía realizada, en la que ese anhelo suyo de que “alguna vez todas esas islas constituyeran el continente de la creatividad y de la magia”, fuera, intensa, materialmente fuera mientras se lo soñaba, como el amor, como las revoluciones. Y la trama de su poética creó una combinatoria azarosa y entrañable de cruces de calles diversas y lejanas entre sí, esquinas del mestizaje de Entre Ríos y Buenos Aires, La Habana y Estocolmo, Varsovia y Managua, México y El Cairo (ese Cairo en cuyo Museo de Arqueología descubrió “el barco del Sol”, en el que realizaría el más extraordinario de sus infinitos viajes, el más revelador y espiritual; y quien perciba esto como incongruente con su agnosticismo, es porque no ha entendido la complejidad de su mundo de representaciones, inaprensible desde la esquemática racionalista, porque no ha encontrado al Spinoza que subyace en esa búsqueda de “algo” esencial que “estaba en la tierra para abajo”.
Es difícil hacer coincidir las imágenes del joven campeón argentino de natación, estilo mariposa, que renunció a las carreras individuales porque odiaba competir con otro y se dedicó a correr en posta, donde perdía o ganaba un equipo, con la de aquel Ulises, quizás su personaje más autorreferencial. que elije para su viaje de regreso al origen, casi aristocráticamente, la condición de navegante solitario.
Ocurre, sin embargo, que en ese querido compañero que manifestaba “solo sentirse seguro compartiendo”, en ese imprescindible motivador de hechos artísticos colectivos: Fray Mocho, Teatro Abierto, El Teatrazo, la Escuela Internacional de Teatro de América Latina y el Caribe, el CELCIT, etcétera., latía, también, el obsesivo ensimismamiento del Arturo de “La noche del caracol” y la desolación del astronauta perdido. Había, en lo más hondo de su ser, como en el de todo gran artista, un solitario que, como Camus, no excluía de la percepción de la soledad el sentimiento de la solidaridad, sino todo lo contrario.
Nos conocimos hace “apenas” 58 años. 27 él, 17 yo; él: “La peste viene de Melos”, una épica precursora que, aunque consagratoria, fue insuficiente para evitar el aluvión naturalizador que desde el Norte se aprestaba para anegar de sicologismos nuestra dramaturgia; yo: algunos manuscritos y una difícil elección entre “actuar o escribir” (no sabía, por entonces, que en el fondo se trataba de la misma cosa).
Después, el Seminario de Autores de Fray Mocho -otra de sus extraordinarias intuiciones-, algunas coautorías en un ciclo de teatro del viejo Canal 7, los encuentros de trabajo en su casa de Parque Chas, un barrio que diluye sus esquinas en la circularidad, él me esperaba en la parada del colectivo para que yo no me perdiera en el laberinto y ya era, como tantas otras veces después, mi Virgilio y, tras la larga, sombría, pero también fecunda, noche del exilio, el reencuentro, una pirueta proustiana de tiempo recobrado, ese café emblemático en el “Ramos”: Chacho, Lucho Schuarman, Alicia y yo, veinticinco años después.
Entonces, simple consecuencia de todo lo anterior, de su fe en los “equipos” que maduran durante toda una vida, en 1997, cuando asumió la dirección del Cervantes, me pidió que lo acompañara, que fuera su Asesor Literario, y tuvo lugar esa otra historia maravillosa en la que junto a otro Osvaldo imprescindible, Calatayud -el director teatral, el investigador, el consultor obligado, el obstinado preservador de nuestra identidad teatral, desde el Instituto Nacional de Estudios Teatrales o desde cualquier otro frente de la cultura- operaron el renacimiento de nuestro único Teatro Nacional (el mismo al que en 2001, Lopérfido, el ministro de De la Rúa, quiso y casi logra dinamitar, y fue rescatado in-extremis por la denodada movilización de sus trabajadores y de la ciudadanía comprometida con el Arte y la Cultura Argentina, precedente ominoso que, en los tiempos oscuros que vivimos, recupera, más brutalmente aún, su potencialidad).
(…)
El martes 22 de junio de 1999. Ocho días después de su muerte, a la distancia, pero coincidiendo con las respectivas puesta de sol, los teatristas de América latina y el Caribe celebramos un brindis por la vida. Así, con poca ceremonia y con mucha emoción, le decíamos “chau” a Osvaldo “Chacho” Dragún,
La idea fue de los mexicanos, los peruanos se reunieron frente al Pacífico, los argentinos en el “hall” del Cervantes y, en las distintas ciudades de todos los países de su patria grande, con una casi unanimidad que se me ocurre irrepetible en esta profesión, recordamos al gran artista y, sobre todo, al ser excepcional que más de una vez nos demostró que únicamente lo utópico merecía ser llevado a cabo