Pertenencias

”.

“De izquierda a derecha: Rita Silvain, Julio Cesar Silvain, Juan Hierba, Guillermo B. Harispe, Alberto Wainer (leyendo) y, de pie, Héctor Negro. La foto es de inicio de los 60; su autor, Julio César “Guegué” Fumarola, amigo entrañable de la infancia, fue secuestrado el 5 de febrero de 1974 por la Triple A y su cadáver, acribillado a balazos y con signos de tortura, fue hallado la mañana siguiente en un descampado de Ezeiza.”


A propósito del capítulo final de su libro sobre el Grupo de Poetas de El Pan Duro, (1) Héctor Negro, nos pidió a quienes lo integrábamos, algunas definiciones. Estas fueron las mías:

Cuando presenté a mis compañeros del Pan Duro, para ser discutido, el proyecto de prólogo para la Antología del Grupo que nos había solicitado La Rosa Blindada, no pretendía (y tampoco me interesaba) discutir la utilidad o no de las clasificaciones generacionales al uso. Advertía, simplemente, que las causas de la formación de un pensamiento común respecto al compromiso del artista con la época (que es lo que, por sobre los gestos estéticos, realmente nos reunía) eran más detectables en el trasfondo histórico sobre el que se había afinado nuestra sensibilidad que en las razones de algún determinismo biológico (mensurable como las mareas) a lo Ortega.

Convendría recordar que ésta fue una reflexión temprana, escrita cuando los sesenta recién se inauguraban y sus gentes se estaban haciendo, eran solo “los nuevos”, sin predecesores que necesitaran ubicarlos para, así, ubicarse a sí mismos.

De paso, sería interesante constatar la relatividad congeneracional de los integrantes del Grupo: Jorge Atilio Castelpoggi había nacido en el 19, Rosario A. Masse en 1913, quien esto escribe se arrimó a Callao 11 (2) con flamantes 20 años.

La poesía cada vez más como actitud, decíamos –y esto nos definía- la poesía en contradicción con un mundo que por su propia esencia niega toda poesía –y, aunque ahora pueda resultar ingenuo, creíamos, y no éramos los primeros ni los únicos, que la poesía era otra de las armas eficaces para cambiar la vida (la política); y la metáfora de ese mundo apoético- por lo menos el paisaje que abarcaba nuestra perspectiva más inmediata – era la de un país sometido a una contrarrevolución, de mayorías proscriptas, humilladas, fusiladas, que retornaba al coloniaje y resignaba toda justicia social.

Un país –decíamos- con pueblo ametrallado y flores y marineros en andas en las calles del Barrio Norte (sic).

Al Pan Duro hay que reconocerle la intuición (que no es poca, si se piensa en unos años en los que la unidad de opuestos de la intelectualidad argentina todavía se fundaba en la dialéctica antiperonismo de derechas/ antiperonismo de izquierdas) de haber reconocido una circunstancia de nacimiento que coincide con el de la derrota del proyecto nacional del Peronismo y, consecuentemente, de la gestación, en el campo popular, de una Resistencia.

Naturalmente esa revelación no se produce en sincronía con la fundación, madura y se evidencia en la militancia poética (cualquiera sea la consideración que ahora nos merezca, “militancia” era la palabra con la que definíamos la práctica de nuestro oficio, a ninguno se nos ocurría- hay una excepción pintoresca- pensar en una “carrera literaria”). A la hora de la redacción del famoso prólogo, aunque no sin discusión, esto, por fin, se nos impuso. Otra vez debe constar que tampoco en esto inventamos ni clausuramos nada, allí están, por ejemplo, “Contorno”, el relato-investigación de Rodolfo J. Walsh, etc.

Esto vale, obviamente, para la mayoría de los integrantes del Grupo, lo que de ninguna manera determina una unidad estética. Apenas ciertas definiciones honestas pero imprecisas sobre ser revolucionario en la forma y en el fondo, tal como puede comprobarse revisando la obra de los mismos poetas, desde los sonetos de Masse, (3) al subjetivismo ultraísta un tanto adolescente de quien suscribe, pasando por la ecléctica experimental de Héctor Negro (que integra, en dosis exactas de intuición y búsqueda, costumbrismo, surrealidad y antropología tanguera), etc.

Pienso que el cambio cultural profundo que el 55 impuso a los argentinos, afectaba a todos y a cada uno, subjetiva y objetivamente (independientemente de la extracción social o la definición política), trascendía, por lo tanto, la circunstancia propia o, mejor expresado, connotaba en la experiencia vívida, personal, la de la familia, la del entorno, la del conjunto de la comunidad.

Del asombro, del agudo dolor, de la indignación moral por esta violencia, se nutre esa sensibilidad, esa lírica que, literal, metafórica, conversacional, rabiosa, metafísicamente y, a veces, por la elocuencia del silencio, está en la poesía de esos tiempos terribles.

Allí convergen las obras, disímiles y complementarias, de Miguel Ángel Bustos, que no concedía a la contingencia política su creación poética, Roberto Santoro que (también) encontraba al poema en la inmediatez y reivindicaba un “arte de la crisis”, o Paco Urondo que desde las formas de “Poesía Buenos Aires” (cuyos integrantes producían poemas que a Eduardo Romano le parecían “traducidos”) accedió a esa epifanía que se expresa en la idea de empuñar las armas en busca de la palabra justa. Las razones por la que ejemplifiqué con estos tres nombres son obvias, pero podrían ser otros, menos elocuentes en lo que hace a sus respectivas peripecias, pero el paisaje histórico, en lo esencial, quedaría expresado.

Creo que no acierta mi llorado amigo Ramón Plaza cuando describe a “los 60” como “simultáneos proyectos antagónicos”. La calidad de contradicción de esos proyectos es otra. Concuerdo, sin embargo, con su conclusión: “son muchas poéticas conviviendo dentro de un mismo espacio”. En efecto, ese espacio-tiempo único, a partir del cual habrá para siempre un antes y un después en nuestra historia, dotó a todas estas pluralidades estéticas de rasgos identitarios inconfundibles y, entre muchos otros (y el fin del segundo milenio lo ha acentuado) el de la Modernidad.

En cuanto a esos “60” (4) que, citando a Ramón Plaza, acabo de introducir ¿qué decir sobre ellos que ya no se haya dicho?…

La reflexión sobre nuestra propia identidad generacional –tal como la ensayamos en l963- no hubiera sido posible, que duda cabe, sin la provocativa riqueza, la originalidad y la sensualidad de las de perspectivas políticas, estéticas, culturales que, con una dinámica irresistible, nos abría la nueva década y, lo más estimulante: no cabía en esta desmesura de la imaginación ninguna ilógica… si Fidel Castro había hecho su revolución a escasos 50 minutos de vuelo de La Florida, pedir lo imposible era puro sentido común.

Y mientras nos sucedían el Che, Vietnam, el Mayo Francés, Dylan y el Pop Art, Santo Domingo, Fanon y Los Beatles, el verfremdungseffekt Brechtiano, la crisis de los misiles, y Lacan, descubríamos –algunos-, que los sentidos de esas historias podían desentrañarse desde una lógica propia, que era necesario confrontar nuestro propio relato a los macrorelatos de las culturas dominantes.

Claro, esta actitud crítica era, a la vez, una autocrítica. No terminaba en los centros de dominación imperial ni en sus vicarios criollos, incluía también a quienes, de todo modo, por error u omisión, les habían sido funcionales y eso, naturalmente, afectaba a nuestras izquierdas tradicionales -de las que proveníamos mayoritariamente-, las que habían leído mal el 43 (de hecho lo siguieron haciendo como puede comprobarse asistiendo a la reposición por el Teatro Nacional Cervantes de “Los compadritos”, la obra de Roberto “Tito” Cossa), definieron el movimiento popular de 1945 como “Nazi-Peronismo”, lo que los llevó a juntarse con los conservadores y el embajador norteamericano en la Unión Democrática, compartieron los espacios usurpados al poder legal (como la Junta Consultiva o la Convención Reformadora de Santa Fe) con los fusiladores del 56 … ¿qué más?

Así es que incorporamos a nuestro bagaje teórico clásico a Gramsci, Della Volpe y al joven Marx, pero también a Hernández Arreghi, Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, Rodolfo Puiggros, etc., sin los que nuestra visión de la realidad estaba condenada a permanecer exótica, incompleta. Esta síntesis fue la que nos conminó a revisar la historia de la Argentina y, desde ningún otro sitio que sus constantes estructurales, pensar la Resistencia Peronista, el Frondizismo, la democracia sin pueblo de Illía, el intento autoritario de Onganía, la gesta del voto en blanco, la C.G.T.de los Argentinos, el Cordobaza, etc.

En lo personal, esta crisis epistemológica del país del 55, me condujo a experiencias muy intensas, desgarrantes algunas, jubilosas otras, pero – ¿qué otra cosa podía deducirse de esta historia? – siempre difíciles: el vivo compromiso con la histórica gestión del Sindicato de Prensa que decidió la desafiliación del MUCS (Movimiento de Unificación y Coordinación Sindical) que agrupaba a los sindicatos que manejaba el Partido Comunista Argentino; la consecuente expulsión del P.C.A. y la variopinta reacción de los camaradas -desde la reiteración del afecto por parte de gentes tan entrañables como Raúl González Tuñón, Gerardo Pisarello, Blas Raúl Gallo, Osvaldo Dragún y la totalidad de mis compañeros de El Pan Duro, hasta, en el mejor de los casos, el retiro del saludo, y en el peor, la amenaza física y la calumnia publica (en el semanario oficial del Partido, por ejemplo); la incorporación a la revista “La Rosa Blindada”, cuyos editores de alguna manera compartían esta perspectiva y, en muchos casos, esta peripecia.…y así, hasta todo lo otro que después se nos vino.

Por supuesto, aún intentando expresar una percepción de la realidad, un sentimiento, una actitud ética, que me trasciende, lo que aquí queda dicho no compromete nada más que a quien lo dijo. En un sentido estricto no se trata nada más que de eso.

Alberto Wainer
31/3/07

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