Una teatralidad que no fue

 “Iberoamérica ha mirado ya demasiado hacia afuera; hay que saber si lo que quiere es vivir o diluirse en el mundo. Lo que vive mantiene una entidad autónoma, lo que muere se funde en el alma universal” Manuel Ugarte

La que con discutible justicia se llamó Época de Oro de la escena Argentina sucede más o menos en este tiempo que nos ocupa, pero para entenderlos -al teatro y a su tiempo histórico, queremos decir- hay que indagar un poco más profundo en el origen y retrotraerse quizás hasta 1810, cuando la Primera Junta de Gobierno dispuso como parte de su concepción iluminista, de la noción de de igualdad que acompañaba a su ideario, la supresión de lugares de privilegio en los teatros: el teatro de hemiciclo. El redondel democrático del picadero, el del circo criollo. Pero lo que en la Francia revolucionaria había provocado una vuelta a ese espacio circular que eliminaba radicalmente la estratificación social quedó, para nuestros jacobinos criollos, en pura retórica. En la práctica no se produjo ninguna modificación jerárquica ni ruptura formal hasta que, de alguna manera el circo -la parte bárbara de la dialéctica sarmientina- hizo por el teatro, su antítesis civilizada, lo que el teatro, sobre todo a partir de la llamada Organización Nacional, se había negado a hacer para sí mismo. En 1879, al inaugurarse el teatro Politeama Argentino se producía un acto de enorme significación simbólica. La nueva sala, en la esquina de Corrientes y Paraná, se había levantado sobre la base del viejo circo Arena: parecía la celebración del triunfo del teatro europeo con sus formas sobre el circo criollo de legítima raíz popular, y el ritual de esa ceremonia incluía el olvido de un espacio original, de inimaginable desarrollo artístico, y su sustitución por el ya conocido del escenario «alla italiana», sobreelevado, separado y distante del público. Pero no le cantamos el réquiem al viejo circo Arena sin revisarlo mínimamente como fenómeno fundacional (*). Ya en 1842, el Circo Olímpico, que habitualmente levantaba su carpa en el Parque Argentino, muy cerca de donde ahora se alza el Teatro Cervantes, introduce en sus funciones representaciones teatrales. Tras los consabidos números de la rutina cirquera -prestidigitación, funambulismo, volatines, etc.- se incorporaron lo que Raúl H. Castagnino describe como sainetes grotescos y, finalmente, confiados a la dirección del actor Benito Jiménez, comedias y hasta dramas. El Juan Moreira, del Circo de los hermanos Carlo de 1884, con Pepino el 88, no es entonces, como puede apreciarse, un fenómeno de generación espontánea: aunque fundacional para la escena argentina, ya acarreaba una tradición, y en ella, además de los de Gutiérrez y los Podestá, se inscriben muchos otros nombres que no deberían olvidarse: el de Pablo Raffetto, alias Cuarenta Onzas (2), el de Frank Brown, el clown shakesperiano cantado por Darío, objeto de una de esas alegres patoteadas con la que nuestros “niños bien” servían a su doble naturaleza de jaraneros y patriotas (**), y también el de su compañera de toda la vida, Rosita de la Plata (la niña que vendía flores en el Circo Arena, que debutó a los ocho años en el elenco infantil de su padre, Enrique Cotrelly, y que después, como ecuyere, se convirtió en una celebridad mundial, contratada por los circos más importantes de Europa y Estados Unidos (el Barnun, por ejemplo), también el de muchas familias, como la de los Rivero que, generación a generación, desde mediado el siglo XIX hasta nuestros días, mantuvieron y enriquecieron el oficio y las tradiciones del Circo criollo. Y, tras la evocación, un ejercicio necesario: desde la pureza de la circularidad, desde la multiplicidad de sus perspectivas, desde la crisis de los sectores protagónicos, imaginemos la fragmentación del tiempo y del espacio y, sobre todo, la jerarquización de la perspectiva y la distancia del teatro «alla italiana» y relacionemos ambos espacios en el parámetro de lo que, tras las grandes eclosiones estéticas del Siglo XX, conocemos como vanguardias. Recordemos, por ser las que con más elocuencia transitaron el camino de la teoría a la práctica, las ideas del proyecto de Walter Gropius para el Teatro de Piscator, al espectador arrastrado al medio de la acción escénica, haciéndose un todo con el espacio donde la acción se desarrolla, esa superficie que es situada entonces en el centro mismo del teatro como una arena circular rodeada por todas partes por espectadores dispuestos en gradas. ¿Se entiende lo revolucionario del concepto? Un círculo que además circula un meta-círculo, o ¿por qué no? Unas filas de espectadores que pueden girar en torno al círculo. Jean -Jacques Bernard celebrando, ya en los años 50, la inauguración del Théâtre Circulaire de París rememora los montajes pensados exclusivamente para circo de Firmin Gemier y Lugné-Poe y, asociando al concepto naturalista de cuarta pared, formula una idea inquietante: “Esta técnica del circular había permitido hacer curiosas observaciones, y ante todo, la bastante impresionante de que sobre una escena ordinaria el muro más importante y al mismo tiempo más cerrado, es precisamente ese cuarto muro que no existe, ese muro abierto, cerrado porque está abierto, ese muro impermeable . Y es por esto por lo que el teatro circular abierto por todas partes, está en realidad, cerrado por todas partes, porque supone cuatro muros, cuatro muros impermeables. Teatro Abierto, Teatro Cerrado ” Repasemos incluso algunas puestas más cercanas en el tiempo, que hasta es posible que alguno de nosotros haya presenciado, la de la ópera Carmen de Bizet, en el montaje revolucionario de Peter Brook de 1982, por ejemplo: el soporte espacial es decisivo, la ficción va desarrollándose en un espacio escénico inmutable con una iluminación sin connotaciones, la arena que es, cómo no, metonimia del coso taurino, pero también un trazo mitopoético de la forma ideal trágica; la acción ininterrumpida, la información al espectador de las circunstancias de lo que sucede delante suyo -más que por sutiles alusiones iconográficas de los lugares de acción y de tiempo, por la definición del lugar concreto y metafórico de los personajes- y la potencia de la actuación. Sentimiento, espacio y materiales acercan el mito a nuestra sensibilidad. Por múltiples razones se asocia también a todo esto la idea de Guilles Deleuze, referida al pintor Francis Bacon y «La lógica de la sensación» que vuelve a reunir los conceptos de «redondel» y «pista» en las relaciones figurales . «En pocas palabras -escribe Deleuzeel- el cuadro trae consigo una pista, una especie de circo como lugar», y aunque para el autor de Imagen movimiento e Imagen tiempo, la función de éste (como la del cubo, la del paralelepípedo, etc.) sea la de conjurar el carácter figurativo, ilustrativo, narrativo, que la figura tendría necesariamente si no estuviera aislada, ya que la pintura (dice) no tiene ni modelo que representar, ni historia que narrar; lo cierto es que, indistintamente, tanto como tropo aislante o como convocante, los procedimientos a los que el arte crítico al cliché cultural tiende y tendió (ese que parafraseando al Deleuze lector de Bacon, nos pone ojos por todos lados) es/fue, en lo esencial -sin importar si el objetivo era la representación o, como en la pintura, el puro atenerse al hecho- a la multiplicidad y desjerarquización de las perspectivas del que mira. Confrontemos ahora estas experiencias radicales, transgresoras, pero con profundas raíces antropológicas, con las que nuestros comediógrafos de principios del 20, consideraron «su superación culta», la pièce bien faite, así calificaban nuestros criollos de frac a la pieza en la que la unidad de tiempo y de lugar cumplía con la preceptiva, como, por ejemplo, Las de Barranco de Laferrère, o Jesús Nazareno de García Velloso, en las que lo novedoso, lo revolucionario, consistía en que ¡la trama se desarrollaba con la misma decoración en todos los actos! El progreso, como se ve, venía de la mano del respeto a las unidades aristotélicas. Aquí imitamos todo menos la originalidad, decía Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar. Miguel Cané, le escribía lo que sigue a su joven colega Laferrère: «Conviene que Ud. se haga la mano, adaptando a nuestro ambiente, a nuestro modo de ser, a nuestro carácter, piezas francesas bien hechas», Más de 130 años habían trascurrido desde que G.E. Lessing, programador del Teatro de Hamburgo, denunciara la imitación de las obras superficiales del teatro francés como principal dificultad para sentar las bases de un teatro nacional alemán, pero, mucho más que un ars poética, lo que Cané le proponía a Laferrère era una normativa ideológica regeneracionista, que también Enrique García Velloso, (aunque más tarde lo revisara) suscribía. Para él, esta elección estética constituía una evolución y, como se verá, también un triunfo social y personal: el destinatario vuelve a ser Laferrère, y lo descrito remite a una de esos bautismos de fuego, batallas apenas incruentas, útiles para agilizarle el camino a lo que inevitablemente se imponía, eso que, tras la guerra, ellos mismos bautizarán como «Época de Oro del Teatro Argentino». Escribe García Velloso: «Las localidades del Apolo se vieron ocupadas por público distinguido que exigía algo 24 24 mejor, que no tardó en llegar. Solamente los que hemos estado en la brecha sabemos cuanto costó vincular a ciertos escritores de talento a nuestra obra. Excuso decirle que a raíz del éxito vinieron solos. La buena plebe que tanto nos aplaudió al principio emigró de la platea al paraíso, y los excelentes cuantos ignorantes muchachos que antes pergeñaban engendros dramáticos a traición, tuvieron que refugiarse en el circo. Allí están con gran contentamiento de ese Raffetto; el guarangaje fue desapareciendo poco a poco y hoy los criollos de entonces visten regularmente el frac, hablan bastante mejor y hacen comedias a veces notablemente» Es decir: Jetattore había expulsado a Juan Moreira, y la intelectualidad liberal confiaba que para siempre y celebraba. Un teatro obligado a empezar renegando de sus propios arquetipos, de sus historias míticas, primordiales, porque a lo más selecto de su público, aunque estuviera compuesto por los beneficiados por el diseño de país que había resultado de esa misma historia, los avergonzaba, la consideraban bárbara, y los diversos «Moreiras», quien lo duda, son el paradigma de esa mala conciencia y, para peor, no han sido concebidos desde el odio, ejemplarmente, como el Facundo de Sarmiento, sino desde la identificación catártica: El gauchaje, los compadritos de los arrabales, e inclusive las masas inmigratorias (aunque, en ocasiones, aparecen cruelmente parodiadas en estas estéticas populares) se identificaban con los personajes, con sus valores y, sobre todo, con la situación de injusticia que determinaba sus peripecias. Esa es la madera de la escena primitiva y será más tarde la del sainete (3) y la del grotesco (4). Llamarla “Argentina” es escamotearle sus partos simultáneos. Lo Nacional, por lo menos en la especificidad de nuestro arte dramático, equivale a Rioplatense. (5) Evitemos caer en simplificaciones y, ya que en lo que se conoció como “antimoreirismo”, confluyeron figuras de probado talento que, por otra parte, no coincidían en muchísimas otras opiniones sociales, políticas o estéticas, lo interesante sería replantearse si esa programática que prometía una edad de oro para la escena nacional, contenía realmente -y el tiempo transcurrido nos proporciona una perspectiva adecuada- las ideas de un progreso estético. Ermette Novelli, el gran trágico italiano que estrenó Espectros de Henrik Ibsen en Buenos Aires, tras ver una función de Juan Moreira, con picadero, mitad en el escenario y mitad en las plateas, dijo: «Estos actores que no han estudiado teatro, han creado un teatro único, que no tiene igual, suyo exclusivamente, y que es hoy por hoy el verdadero teatro rioplatense» Y el propio García Velloso, finalmente, lo admitirá: «A pesar de los teatros suntuosos, yo vuelvo con ternura infinita mis ojos hacia el circo criollo, que fue la cuna gloriosa donde nació para triunfar la dramática rioplatense. Debió haber sido el circo el continente teatral único; buscamos, sin embargo, el perfeccionamiento de nuestro arte escénico en la asimilación de las formas europeas seculares. Si no hubiéramos abominado del circo, si no hubiéramos cambiado los dos sitios de acción -la pista y el tabladito- por el proscenio tradicional, hoy tendríamos la forma dramática más original del mundo.» Entre 1891 y 1909 se cumple el ciclo dramático de Florencio Sánchez. Nicolás Granada estrena Atahualpa en 1897 y, ese mismo año, Nemesio Trejo obtiene un gran suceso con Los políticos y Ezequiel Soria con Justicia criolla. En 1902, Nicolás Granada reincide con Al campo, y Martín Coronado modifica cualitativamente la relación de los autores con los elencos criollos al entregarle a los Podestá su drama en tres actos y en verso, La piedra del escándalo. Hicieron falta sesenta años para que se empezara a percibir lo que a Juan B. Alberdi le parecía ya evidente en 1837: una de las condiciones […] de la nacionalidad del teatro es la 25 25 nacionalidad de los actores, que deben hallarse penetrados del espíritu del pueblo, cuyas ideas y pasiones están destinados a expresar sobre las tablas”. En 1905 Roberto J. Payró reafirma su compromiso ético-social con Marcos Severi y, al año siguiente, Carlos M. Pacheco eleva el sainete a la categoría de gran teatro con Los disfrazados. De 1911 es Los mirasoles de Julio Sánchez Gardel, y de 1916 Mamá Culepina y 24 horas dictador, de Enrique García Velloso, joven autor por entonces, que tendrá una gran importancia en la historia del Teatro Cervantes (6). Muy cerca ya del final de esta «prehistoria» del Teatro Nacional Cervantes, en 1920, Alejandro Berrutti estrena Madre tierra. Aunque algo ya dijimos, conviene insistir sobre la inauguración en 1908 del nuevo Teatro Colón (7), y no nos olvidemos del lento proceso de concientización de los autores teatrales a los que les cuesta resignar el dandismo del “aficionado talentoso” a lo Laferrère, y asumirse como profesionales de la escena. Esto empezará a concretarse con la fundación, a fines del año del centenario, de la Sociedad de Autores Dramáticos. Claro está que la relación es incompleta y, aunque los límites de este ensayo no nos permiten agotarla, confiamos tener la oportunidad de enriquecerla, sino en datos, por lo menos en sustancia. Quizás las coincidencias de todas estas obras que hemos citado (más allá de la perspectivas ásperas, trágicas, benévolas e incluso irónicas con las que son contadas, y de sus teatralidades tan diversas) sean más reveladoras de una “estructura de sentimiento” -así la describiría Raymond Williams- que las diferencias éticas y estéticas que desvelan. En todas ellas, podemos ubicar al teatro rioplatense y a los hombres que lo hicieron. Esto, naturalmente, implica -y seguimos con Williams- una relación crítica entre la forma y la experiencia; una identidad, una tensión, y, a veces, una verdadera desintegración. Sin embargo fue desde las antinomias desde las que se escribió su historia y desde las que se proyectó en escenarios que, en su mayoría, ya no existen (8), no podemos por lo tanto soslayarlas sin una mínima reflexión sobre cual fue la teatralidad que quedó desplazada en razón del modelo triunfante, y, también, qué público, fiel y muy teatrero, se quedó, en consecuencia, afuera de la fiesta del teatro. Los protagonistas de Barranca Abajo y Calandria fueron canonizados, víctima o gaucho bueno, trágico, rebelde o sumiso, sus imágenes, tras el genocidio del habitante autóctono del país eran funcionales a la creación del Proto-Argentino, el homérico, el que propusiera Lugones en sus conferencias de El Payador. Tenía el linaje de Fierro, sí, pero no del que iniciara en 1872 su furioso galope hacia las márgenes de un país injusto con sus hijos, sino del que en 1879, volvió al tranquito, domesticado, arquetipo ya de la Nación Organizada.

(*) Hay una pequeña monografía del gran escenógrafo Leandro H. Ragucci La arquitectura teatral en Buenos Aires (1783-1991, Ediciones Funcun, 1991, esencial para este ejercicio.

(**) Se trata del incendio intencionado de la carpa del Circo que Frank Brown había levantado en Córdoba y Florida, justo en el predio que ahora ocupa el Círculo Naval. El diario “La Prensa”, con el título de “Acto de Justicia popular” cuenta en su edición del día después (5 de mayo de 1910) que unos jóvenes de frac o smoking, “a los gritos de ¡Viva la patria!”, prendieron fuego a la lona y no necesitaron más de diez minutos para reducirlo todo a cenizas. La claque, los espectadores de la hazaña, aplaudían con creciente entusiasmo y se encargaban de dificultar el accionar de bomberos y policías. La zona del emplazamiento era, sin duda, exquisita, y una carpa de circo la deslucía o, peor aún, lucía como una provocación. Esto permitió a la prensa del régimen hablar del suceso como de una travesura simpática que, en el fondo, salvaguardaba la estética urbana y devolvía a cada uno al sitio que le correspondía. 26 26 Conviene recordar, -quizás algo tenga que ver- que en la asonada de 1893 (secuela de la Revolución del 90) Frank Brown estuvo repartiendo yerba, azúcar y cigarrillos a los hombres de Alem y de Yrigoyen del Ejército Revolucionario, en Temperley.

Capítulo de “El Cervantes. Ideas de Teatro Nacional»
Ed. Teatro Nacional Cervantes, 2011

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