Querido Roberto:
Leí y releí tus “Apuntes”. Desde que me jubilaron es muy muy poco lo que he leído sobre teoría y/o historia y/o etc. del teatro, y muchos menos textos y proyectos de espectáculos de la especie de los que tragué al por mayor en mis más de 20 años como Asesor Literario del T.N.C), por supuesto que reincido con Ibsen, Chejov Shakespeare, Brecht, los griegos, etc., pero siempre con abstracción de género, sin “teatrar”, simplemente porque son gran literatura.
Tu libro, sin embargo, funcionó terapéuticamente, y, con toda naturalidad me retrotrajo al lector compulsivo de todo tipo de materiales teatrales que supe ser, y ocurrió que me sorprendí sumergido y ávido en un universo que ya empezaba a serme extraño, del que creí que me había despedido para siempre, subrayando, acotando, reviviendo, compartiendo criterios, discrepando hasta el enojo, releyendo (Rolland, Yunque, Barletta, Ordaz, Kush, algunas de las obras que citás, etc.) consultando a Pelletieri, números de Talía, Teatro XX, Contorno, Pasado y Presente, La Rosa Blindada, etc.) y hasta mi descuajeringado Marial (al que me costó encontrar en la biblioteca), también, en los paréntesis ineluctables, ratificándome o rectificándome con Benjamin, Raymond Williams, Badiou o Jauretche, y, lo más importante, comprobando por milésima vez que el haber vivido muchos de los capítulos de la historia que estaba leyendo (mayormente como testigo pero, ocasionalmente, también como protagonista) no me aseguraba el reconocerlos (o recordarlos) tal, o parecidos en lo esencial a como se me mostraban. Así, más allá que me permito calificar tu libro como un excelente ensayo historiográfico y, que la historia suele estar incluida dentro del campo científico, un campo que presupone que 1 + 1 invariablemente suman dos, le doy la razón a Bachelar en eso de que «se conoce contra un conocimiento anterior», también “desde”, agrego yo, y, por eso, me congratulo que rehúses usar como coartada la indiscutible claridad, precisión y objetividad de tu discurso, para ocultar la catarsis intelectual y afectiva que lo organiza, estructura y- en cierto sentido- lo provoca: hay objetividad, pero no neutralidad, hay tendencia (o yo la percibo), y, sobre todo, hay honestidad intelectual, esa es la razón por la que las antítesis de tus opiniones personales, están también expuestas con absoluta ecuanimidad.
Me parece que esto se está enrevesado un poco (Rubens Correa, tu compañero en el proyecto del Teatro de la Campana y mi último jefe en el TNC, me dibuja en un libro que le publicó el INT en 2023, como “un buen lector, que daba sus opiniones y señalaba errores y aciertos con buen criterio.” Pero a continuación añade “… Para mi gusto, le gustaba escribir difícil”, puede que tuviera razón, con todo, ha pasado que entendiera algunas de las críticas e informes que le presentaba e, incluso su segundo en la dirección, aunque muy de vez en cuando, algo pescaba. Así que para no oscurecerlo más, anoto, lo más clarito posible, algunas reflexiones (quizás estarían mejor definidas como dudas puntuales) suscitadas (o renovadas) por la lectura de tu ensayo:
Tu disidencia, por ejemplo, con la que llamás “la historia oficial del movimiento” respecto a un cierre de la parábola estimado “no más allá de los sesenta”, años en los que reconocés un punto de quiebre pero, de ninguna manera, de abandono del objetivo fundacional ¿No te parece que, como ideal, Hacer buen teatro en todos los rubros, aunque generoso, resulta demasiado general como para establecer la singularidad de un fenómeno artístico-cultural nacido, nada menos, “para salvar al envilecido arte teatral y llevar a las masas al arte general, con el objeto de propender a la elevación espiritual de nuestro pueblo»?
Sus proyectos regeneracionistas, sin duda ambiciosos, además de una gran convicción, presuponían en sus propulsores un sólido bagaje artístico y cultural (teórico y práctico) que (y creo que eso queda muy claro en tu trabajo) a la hora de la verdad, se comprobó insuficiente, tanto como la lectura de la realidad que lo alentaba (1) causal de su desencuentro crónico con ese campo popular al que, por propósitos declarados, tendía.
Fijáte que buscando con paciencia se pueden encontrar en las estrategias puntuales del PCA confluencias parciales con algunas políticas del primer y segundo gobierno de Perón, pero no creo que eso ocurrira si el teatro independiente fuera el sujeto, su gorilismo carecía de fisuras, era, al menos en sus enunciados, casi integrista. Lo patético es que para hablar de opuestos, como para bailar el tango, hacen falta dos, y los independiente nunca recibieron de los funcionarios culturales peronistas (más centrados en la radio o el cine), la atención que creían merecer, así, ese viaje que se abre con un reto soberbio, “El teatro será pueblo o no será nada” -lo que implicaba el compromiso de ganarse un público de grandes mayorías y educarlo para el arte y para la revolución- concluye en el reproche paranoico de Asquini de que le han sustraído su espectador modélico, ese “obrero ilustrado, amigo de las bibliotecas, con el periódico y el libro bajo el brazo; participe protagónico de polémicos debates sobre arte y política”, es decir, en una dolorosa confesión de fracaso que, si incluyera una mínima autocrítica, no carecería de grandeza, pero que se obstina en la ceguera: “Perón con las mejoras sociales le compró la conciencia a la masa” , etcétera.
¿No era a la civilización a la que le correspondía civilizar?
“el pueblo no forja una cultura por sí mismo: son los intelectuales que representan al pueblo los encargados de fraguar la nueva cultura” Héctor P. Agosti, citado por Sarlo), y en ese paternalismo misional convergen las ideas de cultura del Teatro del Pueblo y las de la alta cultura elitista de “Sur”.
Barletta presentó a su teatro como una epifanía “no tenemos teatro argentino. Lo poco de bueno que hay aquí, es material de museo, cosa del pasado que sólo puede interesarnos en ese sentido y que huele a sebo de velorio” (Metrópolis nº 1, 1931) y sus colegas en esa epopeya fundacional (en tu opinión dada por extinta por voces equivocadas), suscribieron. ¿En esto consiste “el rescate de formas del pasado teatral nacional”, ese ejercicio que tan acertadamente describís como “rebuscar en el pasado en busca de perlas y diamantes” y que Dubatti encuentra, no se me ocurre cómo, en aquel Teatro Independiente?
Las convergencias con las estrategias culturales de la intelligentsia liberal deberían considerarse, en realidad, reincidencias. ¿O acaso no fue parecido, el procedimiento de “limpieza cultural” por el que, en los 80 del siglo XX, se procedió a levantar el Politeama Argentino, sobre la base del viejo circo Arena, y, pasado el centenario, nuestros comediógrafos antimoreiristas, pièce bien faite en mano, lograran que “la buena plebe”, emigrara, en principio, de la platea al paraíso, en principio, y por último, no volviera al teatro?
En el 55, la fusiladora (que como bien les explicó el contraalmirante Arturo Rial a los trabajadores municipales “se hizo para que en este bendito país el hijo del barrendero muera barrendero”) se encargó, según nuestra intelligentsia, de restaurar una distorsión, despertó al pueblo de eso que Borges catalogó como “L’illusion comique”, porque, decía, que Perón y el peronismo no pertenecían al orden de la historia, sino al de la pura ficción, de carácter escénico, hecha de necedades y fábulas para consumo de patanes, y que en un decurso de sus diez años, con el mismo procedimiento, las representaciones arreciaron abundantemente y, con el tiempo, fue creciendo el desdén por los prosaicos escrúpulos del realismo (al parecer las imágenes del bombardeo de Plaza de Mayo, para el ilustre ciego, no resultaban suficientemente verosímiles), tampoco para Martínez Estrada que percibía en el peronismo un estado inducido (un sueño prolongado, un estado de ebriedad), en cuanto a los padres fundadores de aquel teatro que llamaron independiente, a los que, por oficio, se les podía suponer más arte en fingimientos y paradojas, a tal punto habían hecho del enemigo su razón de ser, su referente identitario que, al presuponerlo muerto, perdieron su público, su mística (Pellettieri) y entraron en una fase no se si terminal pero, mínimamente, preagónica, muy difícilmente superable, y aquí es donde se origina mi incertidumbre respecto a lo que precisás como engañoso final y sobrevivencia de sus objetivos esenciales, sobre todo porque en uno de tus textos anteriores “Teatro: de Independiente a Alternativo…” señalás, inequívocamente -o al menos así lo entendí yo- un cambio radical de sentido, y, más allá de que estipules que “no se puede dar una fecha que marque con exactitud la extinción del movimiento independiente” y aclares “en los términos que había imaginado Barletta”, tu percepción “de un lento proceso de desgaste, de búsqueda de soluciones intermedias para conciliar los fundamentos con los mandatos de la realidad más inmediata” es muchísimo más abarcativa, e incluye a todas las agrupaciones que nacieron del germen inicial del Teatro del Pueblo.
No encuentro entonces interpretaciones disyuntivas a ese “de Independiente a Alternativo», que habla, y discúlpame si lo entendí mal, de un cambio de paradigma. (2)
Me cuesta imaginar en los repertorios independientes anteriores al 55 a los antihéroes de las obras iniciales de Cossa o Halac, incomunicados, moralmente confundidos, descartables, y con una aguda conciencia de fracaso, la antítesis de ese ser humano completamente nuevo, el héroe positivo y optimista que el PCUS había adoptado y exportado como modelo de producción estética; también a la Trilogía de Mayo, de Lizarraga, peleándole escenario al falsificado Mariano Moreno, de Ricardo Levene, ese gran cancerbero del panteón mitrista, como adecuadamente lo distinguió Galasso.
Recuerdo, por esos años, a Germán Rozenmacher identificando en sí mismo “la condición colonialista del intelectual argentino” (sic). “Yo manifiesto -decía- la influencia que Discépolo ejerció sobre mí, a través de Arthur Miller”.
La apuesta política para el 56 consistía en la fantasía (“L’illusion comique”, de Borges, pero a la inversa) de que el peronismo no existía, pero su realidad era insoslayable y no había decreto-ley que la derogase: «si el peronismo ha sido [la encarnación del Mal absoluto] —reclamaba el joven Oscar Massota, desde la revista Contorno— al menos es necesario explicar en qué consistía y porqué era absoluto (…) estamos seguros de ganar muy poco asignando por decreto la maldad intrínseca a un régimen, salvo, eso sí, justificar todas las maldades del régimen que lo ha seguido».
La clase media intelectual que había vivido diez años suspendida entre el cielo y la tierra (Troiani), se vio compulsada a un aterrizaje de emergencia, una situación de ruptura que implicaba la necesidad de leer la coyuntura desde una perspectiva decolonial.
Carlos Altamirano lo explica así: “el peronismo había puesto en escena algo sustantivo de la realidad nacional, a la que era necesario interrogar”.
Le acabo de echar una ojeada o esto que llevo escrito y estoy azorado, me disculpo por lo abusivo, y peor, reiterativo, también por una especie de tono enojado que, y eso es lo que me preocupa, se parece mucho al “matar al padre” freudiano. Te aseguro que intenté ser objetivo ¡pero vaya a saber!… en fin, se lo dejo a mi analista.
En lo personal, esta crisis epistemológica del país del 55, me condujo a experiencias muy intensas, desgarrantes algunas, jubilosas otras, pero todas intensas, formativas, no hace falta ser Walter Benjamin para detectar que en el arte, por radicales que sean los opuestos, siempre existe un contacto del presente con el pasado, de tensión, de confrontación o de oposición, pero vivo y práctico. Para lo mejor y para lo peor aquellos años de teatro independiente fueron centrales en mi educación sentimental, pero ¿qué otra cosa podía deducirse de esa historia y de esos años, hermosos, horribles y difíciles?
Porque -y si te resulta poco creíble, lo entiendo- de la mayoría de la gente sobre la que te escribí tan críticamente, guardo un recuerdo amistoso, en algunos casos entrañable y, como de Leonidas Barletta, agradecido. Él me invitó, con mediana frecuencia, a colaborar en su periódico (Propósitos, Presente o Conducta, dependiendo de las contingencias), para el Grupo de poetas del Pan Duro, al que pertenecí, su teatro fue una segunda casa (la primera era el Bar “Callao 11), la única pega que se me ocurre es la cantidad de excusas que tuve que inventarme para ir dilatando la entrega de alguna obra de teatro, que él, creo que consciente del juego, me demandaba con insistencia (recuerdo, por esas fechas, las puestas de una adaptación de “Espartaco”, de Howard Fast, de “Pericles, el demagogo”, de mi querido compañero del Seminario de Autores del Fray Mocho, Francisco Rodríguez, y algunas otras, todas inolvidablemente malas); Luis Ordaz, a quien todavía no conocía personalmente, le recomendó a Stevanovich, la publicación de mi obra “Corréte un poco” que acababa de estrenarse en el Theatron; Gorostiza apadrinó el estreno de “Volver a Carmensa” en su Teatro de San Telmo, en 1969 y, como postre, me presentó a Armando Discépolo. En el haber de este inventario -si excluimos a Jorge Pinasco extraordinariamente positivo- no puede faltar la invalorable experiencia del Seminario de Autores dramáticos del Fray mocho: cuando Chacho Dragún me convocó yo tenía 20 años y él 30, estaba también Blas Raúl Gallo que andaba por los 60, es decir convivíamos en una fraternal y, pese a eso (o quizás por eso) fecunda pelea de generaciones. “Soledad para cuatro”, fue uno de los textos sobre el que trabajamos. Halac lo leyó, fue discutido, corregido y, finalmente, aunque con opiniones dividas, presentado, para su aprobación, a la Asamblea del Teatro (Y este episodio explica, aunque no agota, aquello que te decía al principio de que, el haber vivido muchos de los capítulos de la historia que leía en tu libro no me aseguraba el reconocerlos (o recordarlos) tal, o parecidos en lo esencial, a como se me contaban.
En fin. ¿Ya está bien no?
La culpa es toda tuya, tus apuntes, por críticos y abiertos provocan y obligan al lector de buena fe a una crisis (saludable) de sus subjetividades éticas y estéticas y, si corresponde, de su propia historia personal al respecto. Una subversión de la que, por supuesto, ninguno de los apriorismo del libro, queda eximida.
Nuestro teatro alternativo quizás, esté necesitando, lecturas igual de rigurosas sobre otros tópicos, me preocupa, por ejemplo, su autosatisfacción, el centralismo unitario de su mirada, su insistencia en pavonearse como un fenómeno artístico al mismo nivel de las ciudades más glamorosas del mundo, una zoncera a lo Jauretche que, antes del desastre (la ciencia y la cultura argentina corren peligro de muerte) habría que indagar rigurosamente. Pero bueno, ese será otro, libro sobre el ya tendremos, así lo espero, ocasión de hablar.
En el capítulo que corresponde a los años 50, hablando de la innovación de Rodríguez Muñoz, Nuevo teatro y, en general “el teatro circular”, decís que “no parece que alguien haya tomado nota, entonces, que el “teatro circular” fue el espacio icónico de nuestro circo criollo, etc…” te adjunto como documento, por si no lo tenés a mano, un fragmento del capítulo 4 de mi libro sobre El Cervantes.
Muchas gracias, Roberto, realmente estos días, leyéndote y releyendo, recordé, aprendí y disfruté.
Un abrazo Grande
Alberto.
1)
Sobre todo por su repercusión, podemos encontrar en “El puente” que estrenó La Mascara en 1949, el espejo más elocuente de esa mirada alienada. Pelletieri escribe que la obra marca el comienzo de la segunda fase del Teatro Independiente, y si eso se fundamenta en que su autor procede a establecer sin ambigüedades el tiempo espacio social en el que desarrolla su peripecia, recurso inédito (o casi) en los textos de los repertorios fundacionales, más o menos coincido.
Cuando programamos “El puente” en el Cervantes, la obra cumplía 50 años, Dragún la presentó como “un abrepuertas del Teatro Independiente”, a mí, sin desconocer su , me costaba contextualizarla, lo que no dejaba de ser una paradoja tratándose de una obra tan escrupulosamente datada: la acción se situaba en 1947 y mientras el país real se desendeudaba, caía el desempleo y, fruto de una distribución más justa de la renta, crecía el consumo, en el escenario de La Máscara sucedía una realidad distópica, con el trasfondo de una gran crisis económica, los actores asumían los estereotipos de una sociedad angustiada, y su público habitué (compuesto mayoritariamente por esa clase media metropolitana surgida del ascenso social que propició el peronismo) se entregaba acríticamente a la fascinación.
2)
Acerca de ciclos cumplidos o sobrevivencias, me resulta interesante la peripecia de los grupos independientes españoles, vinculados entre sí por su frontal rechazo al franquismo y por su cercanía a la escena under internacional. Ellos renovaron la escena española desde la cultura popular, las aulas universitarias, y la itinerancia como forma de representación pero, tras la muerte del dictador, se repensaron críticamente en la nueva coyuntura socio-política y asumieron que había que barajar y dar de nuevo. El final, porque así fue como se asumió, despejó el camino para otro sistema de teatralidades en el que las experiencias de los protagonistas del teatro independiente de los años 60 no fueron desaprovechadas, experiencia anuevo, los creadores del movimiento de teatro independiente del franquismo, fueron algunos de sus proragonistas, y su experiencia tal, Tras la autodisolución acordada en las Conversaciones de El Escorial de 1980 que se empezó el diseño del hasta las estética necesarias otras estrategias sumado nuevos públicos, generado una larga lista de compañías, encuentros y festivales, tras una profunda reflexión sobre la nueva coyuntura socio-política del país, abierta por la muerte del dictador, autoproclamó durante las conocidas como , de 1980, su disolución y, consecuentemente, la exploración
Cuando en 1985, el argentino Ángel Ruggiero inauguró en el barrio de Lavapies, de Madrid, un espacio mínimo, que bautizó “Cuarta Pared”, se puso en marcha un fenómeno teatral cuya trascendencia no podíamos imaginar. El Movimiento de Salas Alternativas, en los años noventa, producía más del 60% del teatro en España y, felizmente a nadie se le ocurrió definirlo como más de lo mismo.