Cada día que no bailo es un día perdido

Cada día que no bailo es un día perdido, escribió Nietzche,  y a mí me ocurre algo parecido. Cuando pienso que hay gente que lleva muchos años sin bailar, o peor, que jamás ha bailado, me deprimo, se me llena el corazón de tristeza. A la avanzada edad que he sabido conseguir, casi sin mover las piernas (necesito un bastón para desplazarme), persisto devoto de Terpsícore, Nataraja Shiva, Fred Astaire y todo el panteón coreomaníaco y, con lo que va quedando de aliento, de alma, de capacidad de placer, bailo, bailo incorregiblemente.

Y esto viene a propósito de que acabo de terminar la lectura de “La vida de Chuck”, una de esas bellísimas iluminaciones que Stephen King parece reservarse para sus novelas cortas (¿tienen presente “Las cuatro estaciones”?) ¿O será problema mío el percibirlas especialmente en ellas?

Organizada en tres actos que van desde el final de la historia hasta su hipotético presente (el viaje por la vida de Chuck en sentido inverso), es en el acto II, “Músicos callejeros”. donde su protagonista, Charles Krantz, enviado a Boston por el banco del que es contable para asistir a una conferencia, se cruza en una esquina con Jared Franck, un músico callejero que, está probando, con una rápida combinación de redobles, el sonido de su equipo. Se detiene fascinado, deja el maletín entre sus zapatos negros de ejecutivo y empieza a mover al compás, la cadera, solo la cadera, lo demás sigue quieto, y un segundo después, cuando logra salir de ese trance y está a punto de retomar el paso, de alejarse, piensa “y una mierda, no hay ninguna ley que prohíba bailar un poco en la acera” y –tal como hacía en sus años de colegio y bachillerato, cuando la banda tocaba «Satisfaction» o «Walking the Dog» y él era el mejor bailarín del club “Les Virevolteurs”- gira en el sentido de las agujas del reloj, se desabrocha la chaqueta del traje, se la echa atrás con el dorso de las manos, introduce los pulgares bajo el cinturón como un pistolero y deslizando un pie tras otro sin despegarlos del suelo, hacia adelante y hacia atrás, comprueba que efectivamente se le acerca esa joven bonita que viste una blusa vaporosa de color rosa y una falda cruzada, le tiende la mano y chasquea los dedos.

—Ven —le dice- Ven, hermanita, ven a bailar conmigo.

Es así como uno puede imaginarse la felicidad, la gozosa recuperación de la juventud, la plenitud, y el deseo, una excitación perdida y olvidada (o dada por olvidada) hace mucho tiempo, la de ser nuestro cuerpo, la de ser el cuerpo de la chica que baila con nosotros también y, además, el de cada uno de los que, en torno nuestro, se exaltan, cómodos, livianos, maleables, con la misma música, con idéntica libertad ( el último día de sexto curso –esto se narra en el Acto I, cercano ya el final del relato (que no el de la historia)- la señorita Richards intentará leer a la clase de Chuck unos versos del «Canto a mí mismo», de Walt Whitman: “Yo soy inmenso/ y contengo multitudes”).

“La vida es un misterio. La muerte también”, dice uno de sus personajes y King nos despliega ese misterio, pero de ninguna manera para que lo resolvamos, sino para que lo sintamos y lo apreciemos. Lo que nos cuenta -posiblemente el final del mundo- es, si el lector tiene la humildad de no complicarlo, radicalmente simple y traslúcido: “No creo que cuando muere un hombre o una mujer, arda solo una biblioteca; creo que queda en ruinas todo un mundo, el mundo que esa persona conocía”.

(*) “La vida de Chuk”, es el segundo relato de una colección de nouvelles que incluye, además, “El teléfono del señor Harrigan”, “La sangre manda”, que da título al libro, y “La rata”.

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