¡Que jóvenes, que lindos, las dentaduras intactas, el esqueleto que no crujía ni dolía, las piernas que no pesaban, la respiración acompasada por el éxtasis y el anhelo, jamás por la fatiga; y la cercanía del otro que, sin patologías arrítmicas, desbocaba nuestros corazones de potrillos (por lo menos el mío). Me chiflaron tus ojos de cierva (me disculpo por el cliché, pero tus ojos eran de cierva) y también tu sonrisa de Gelsomina, pero lo que definitivamente me impulsó a arrojarme de cabeza, como quien se suicida, fue observar, largamente, cómo te alejabas. Cuánto amor, si es que eso era el amor, nunca lo entendí bien del todo. Una avidez desmesurada y pornográfica. Después –vos lo sabés- todas las cosas que, como las estaciones de los subtes, una tras otra, nos fueron pasando: la loca felicidad, la contrición, incluso la soledad, las criaturas lindas que manufacturamos, y esa certeza tan triste y tan dulce de que –aunque definitivamente parte mía- fuiste siempre, sos, sin remedio, mi amada desconocida.
sesenta años, Alicia…por lo menos hasta aquí llegamos.
Y yo te amo igual, más.