(A Lola, mi perra loca de Madrid)
El 3 de enero, Friedrich Nietzsche abandonó su habitación de la Via de Carlo Alberto, en Torino. Había acordado reunirse, en el caffé di fratellli Fiori, en el 8 de la Via del Po, con cuatro amigos (Franz Overbeck, Cesare Pavese, Primo Levi y un otro). Nieva, y sopla un viento blanco y helado, pero decide ir caminando. En el trayecto es testigo de una escena que lo conmociona: un cochero azota a su viejo caballo, exhausto y resignado a morir en el empedrado. Dolido en lo más profundo de su alma, Nietzsche se arroja sobre el animal, procura resguardarlo con su cuerpo de los latigazos, se abraza al caballo y rompe a llorar desconsolado
Friedrich Nietzsche entró crispado
y, tras él, blancas ráfagas heladas.
Lo apartó discretamente
de sus contertulios
(Franz Overbeck, Pavese,
y Bruno Levi)
y, susurrando, le informó
que dios había muerto.
Y esto lo entristeció,
la noticia de la muerte
-de cualquier muerte,
salvo la de la propia-
siempre oscurece el alma,
pero, sobre todo, lo sorprendió:
hasta entonces ignoraba
que alguna vez
Dios hubiera vivido.
El detalle no lo retuvo, sin embargo.
Abandonó el abrigo del café de los fiorio
y se adentró en el blanco viento helado
clamando al cielo.
No como quien reza
sino como quien deja caer
una piedra en un pozo
para descubrir su profundidad
o su ausencia de fondo.
Hubo,
contra toda ilusión, una respuesta:
El silencio.
Que es más que una respuesta.
Que es todas las respuestas.
Y nada de lo que le había prometido
su amigo -el loco, el actor, el falsario,
el mentiroso, el mago- sucedió a continuación.
La luz del sol no abandonó la tierra,
el mar no se vació
ni cubrió los continente,
la noche ni fue más noche ni más profunda,
ni debimos soportar
El hedor de la putrefacción divina.
Éramos inocentes
de la muerte de Dios.
El reino de nuestros crímenes
estaba en este mundo
y no hay en él sustancia capaz
de limpiar el cuchillo asesino.
El alma del caballo ya no era de la tierra,
tampoco era del cielo.
Ya no era.
Tampoco su dolor ni su fatiga.