El Ramón se murió de noche,
pero como estaba dormido
no se dio cuenta.
Por eso se levantó, tempranito,
como siempre.
Entonces su mujer le contó
que se había muerto a la noche
y que tenía que volverse a la cama.
El consoló a su viuda,
-a los dos les gustó consolarse de mañana-
y después,
como si fuera domingo,
aprovechó para remolonear
otro ratito,
mientras la patrona
le cebaba unos mates.
A los compadres que llegaban al velorio
les iba dando el pésame uno a uno,
y a la mañana siguiente
pidió que lo dejaran ir a pie
hasta el camposanto.
Quería –dijo- echarle una última
miradita al cielo, a los árboles
y sentir el viento en la cara.
No habían terminado de bajar el cajón
y Ramón ya sentía una modorra agradable,
escuchó todavía algúno que otro llanto,
adioses apagados
y un Tempus fugit
que dijo algún paisano.
¡Qué pereza! pensó
y ya no supo
de los terrones que golpeaban la tapa
como alguien que llama a la puerta.
(*) Esta circunstancia de la historia del Ramón se cuenta también, aunque distinto en la forma, en «El huerto de fractales».