Y diciendo esto, Rocambole arrimó la antorcha a la mecha y le pegó fuego.
Enseguida se cruzó de brazos y esperó.
Milton permaneció tan impasible como él.
Y la mecha en tanto ardía lentamente, y el fuego llegaba ya al muro que la separaba del barril…
(Ponson du Terrail: La cuerda del ahorcado («La Petite Presse, 1870)
La “novela por entrega” y el folletín (del francés feuilleton”, diminutivo de feuillet que puede traducirse como “hoja” o “página de un libro”) alcanzaron su apogeo promediando el siglo XIX y, obviando sus diferencias, pueden definirse a “grosso modo” como novelones de amor, de crímenes, de intrigas, de traiciones, de aventuras, de denuncia social, de un etcétera exuberante y estrambótico administrados en cuotas. Los diarios y las revista los publicaban capítulo a capítulo y estos eran numerosos, relativamente breves -por lo general destinados a la parte inferior de una página que los franceses llamaban rez-de-chaussée (planta baja)- y se cortaban en el momento de mayor interés y expectación. Ese truco, suerte de coitus interrumptus, por una parte, estimulaba el apetito: el suspenso, y por la otra, permitía a los plumiferos ir afinando la puntería y, según la respuesta de los lectores, mantener o reorientar el rumbo de sus historias.
A esos géneros les debo algunos personajes que permanecen intactos, porfiados y entrañables en la memoria de la infancia, Fantomas, Rocambole, Arsenio Lupin, Rodolfo de “Los Misterios de Paris”, Enrique de Lagardère, Fu-Manchú y, por supuesto, los nombres de quienes los pergeñaron: Pierre Souvestre, Ponson du Terrail, Maurice Leblanc, Eugenio Sue, Paul Feval, Sax Rohmer, geniales escritores de bajísima calidad literaria y los de otros, de calidad muy alta, que no se privaron de utilizar un vehículo que les permitía ganarse un público cuantitativamente formidable: Dumas, Balzac, Hugo, Flaubert, Stevenson, Dostoievski, Tolstoy, Dickens, Wilkie Collins, incluido el aristócrata hermético Emilio Salgari que, aunque muy ocasionalmente, abandonaba su torre de marfil y ensayaba alguna sintaxis descifrable, accesible al vulgo.
La primer parte de “Amalia”, que pauta el ingreso (con el pie izquierdo) de nuestro país a la novela, y en particular a la novela romántica, apareció en 1851, en forma de folletín, en el diario La Semana de Montevideo; las entregas de “Facundo” trascurrieron durante tres meses de 1845 en las páginas de El Progreso de Santiago Chile, donde Sarmiento estaba exiliado; “Juan Moreira” de Eduardo Gutiérrez, salió también a modo de folletín entre noviembre de 1879 y enero de 1880, y la gente se agolpaba en la puerta de La Patria Argentina, esperando cada nuevo episodio (el mismo diario, cuatro años antes, había publicado en un modesto volumen de 76 páginas impresas en papel de diario “El gaucho Martín Fierro”, que agotó su primera edición en dos meses.)
Pero ya está bien: si el folletín y la novela de entregas necesitaran una reivindicación, sobraría con señalar que merecieron el indignado rechazo del bibliotecario franco-argentino Paul Groussac, que denostó al “lucro sórdido” instalado por Émile Zola (La primera entrega de “La taberna” -la séptima novela del ciclo de los Rougon-Macquart- había aparecido en “La Nación” del 3 de agosto de 1879, y su repercusión presagiaba una perversa continuidad) “Todos los diarios de Buenos Aires –prevenía- penetran en nuestros hogares quedan en las mesas, pasan de mano en mano, de las más delicadas a las más venerables[…] tenemos el deber de calificar lo que, hace un mes, circula libremente en nuestras casas, como “triunfo periodístico” de La Nación: es un manual completo de corrupción y significa un verdadero ultraje al pudor doméstico”.
Si partimos de que, independientemente de la calidad, los folletines y las novelas por entregas solían triunfar con más o menos unanimidad entre un lector que sabía de antemano lo que iba a encontrar (y si no lo encontraba posiblemente se sintiera estafado), y que aseguraron la prosperidad de los diarios y revista que los incorporaron (en una sociedad, la Victoriana, con un índice de analfabetismo del 75%, Dickens vendió 200.000 ejemplares de “Cuentos de Navidad, las 90 entregas de “Los misterios de Paris” de Eugenio Sue, lograron multiplicar por veinte la tirada de Le Journal des débats, el éxito de “El conde de Montecristo”, de Alejandro Dumás, fue tan inmediato que las primeras ediciones en forma de libro salieron incluso antes de publicarse el final por entregas, y así podríamos seguir un rato largo; si partimos de todo eso, repito, ¿Porqué no comprobar si la receta todavía funciona? No se trata –lo juro- de un intento desesperado de ascender de juntaletras peso mosca a autor de best sellers, no, de ninguna manera, simplemente me gustaría comprobar si con las elementales estrategias (especialmente la de suspender en el clímax) que tan útiles le resultaron para multiplicar el número de sus lectores a próceres (por lo demás tan dispares) como Xavier de Montepin y Víctor Hugo, consigo que la cifra (promedio) de seis lectores y medio que hasta ahora han alcanzado las historias publicados en mi blog –mis dos bisnietos aún son analfabetos- se duplique y, ya que soñar es gratis, hasta se triplique.
¡Nune aut nunquam!
HUYENDO POR EL TÚNEL DE SUBTERRÁNEO
NOTA LIMINAR
Hoy tengo irreprimibles deseos de escribir; en realidad son mis dedos los que los tienen.
Da Capo: hoy no tengo ganas de escribir, mis dedos sí.
Son adictos al tecleo. Se mueven, nerviosos, autónomos, exigentes, como bebés pidiendo la teta. No se trata de que los apremie alguna frase perfecta que deba preservarse intacta, ninguna idea tan leve que corra el riesgo de volatizarse, ningún secreto trascendental confiado por el sueño que debe ser anotado urgentemente, antes de que la noche se lo lleve al retirarse (esas geniales revelaciones nocturnas que, leídas al otro día, invariablemente resultan anodinas, y tan borrosas como las imágenes que, aún las recuerdo, eran causas de mis poluciones nocturnas).
Pero hoy no se me ocurre nada. Ni de eso, ni de eso otro, ni de todo aquello, lo que sea, que corresponde que alguien del oficio fabule, evoque, o se limite a dejar anotado por si después puede usarlo en algo.
Hoy no tengo ganas, hoy mi imaginación está en blanco, clausurada.
Pero mis dedos ¡ay! mis dedos son viciosos. Los mismos síntomas que, también, supongo, deben sufrir los dedos de un pianista privados (no digamos de ejecutar Mozart) sino de realizar, mínimamente, sus ejercicios diarios de digitación.
Recuerdo a la bailarina del cuento de Hoffman que una vez calzada en sus zapatillas rojas no podía dejar de bailar. Exhausta, agotada hasta la muerte, pero incapaz de detenerse y descansar, porque no era ella la que bailaba. Bailaban sus zapatillas.
Entonces me escindo, soy yo sólo de la cabeza a las muñecas. Que asolen como vándalos el teclado, que violen la preceptiva, que aprieten al albur y con ferocidad; y en cuanto a mí, a lo que me atañe, no asumo ninguna responsabilidad por la brutal violación de la sintaxis.
Porque no es mi “yo” el que escribe.
Son mis dedos.
Mis dedos emancipados a lo que, sin embargo, les debo gratitud. porque, aunque por naturaleza tienda a ella, no debo someterme a la melancólica molicie, al spleen, al dolce far niente: Una multitud de lectores -adictos en abstinencia- aguardan expectantes esto que escriben…
1
A-tisket a-tasket
A green-and-yellow basket
I bought a basket for my mommie
On the way I dropped
iI dropped it, I dropped it
William Shakespeare, A Girl Named Mary and a Boy Named Bill (Act III, Scene 1)
El micro avanzaba a paso de hombre. A poco menos de un kilómetro, hacia la capital, cerca de la salida de la autopista, me entero de que se ha producido un accidente.
Un camión grande, con acoplado, ha atropellado a un motociclista (o viceversa). Tardamos todavía en llegar al lugar e ir dejándolo atrás, muy despacio, con extrema delicadeza. La moto, recostada sobre el final del acoplado, apenas se adivina, solo es chatarra informe- el camión le pasó por encima- comenta mi compañero de asiento, el autor de una futura tesis- Trato de no mirar, sin embargo entreveo unos grandes manchones de aceite sobre el pavimento. Empezó a llover, unas gotas gordas, cansinas.
Al cruzar el peaje, desde la cabina me llega, lo que debe ser una respuesta del conductor del micro: El motociclista salió apenas con algunos raspones, el camionero, en cambio, falleció.
2
El chaparrón no había tenido la gentileza de anunciarse, pero en menos de cinco minutos la calle estaba anegada. Saltamos el arroyo que corría al borde, ya casi a la altura de la acera. Cruzamos a zancadas, chapoteando, la calle Reconquista, yo protegiéndome la cabeza con el “Clarín” del lunes desplegado, el otro con el cabello chorreándole, y entramos, sacudiéndonos como perros mojados al “Birland”, en el 1678 de Broadway, al norte de la West 52 en Manhattan.
Me senté, como de costumbre, en el extremo izquierdo de la barra, un sitio estratégico desde el que podía elegir mirar a través del ventanal desvanecido, los brillos y colores intermitentes de una ciudad indescifrable, que resbalaban por el cristal, o –aunque allí no hubiera nada para ver- el escenario, ligeramente iluminado por un humo azul, que envolvía hasta casi difuminar al diminuto Pee Wee Marquette que en ese preciso instante anunciaba a Bud Powell y a Curley Russell y a Max Roach.
Ellos entran rápido, pareciera como que alguien los empujó y, sin saludar ni darse el tiempo básico para saber adónde están, se pierden en la neblina y en Tempus fugit, el ostinato de una mano izquierda de la que es imposible desasirse y, vertical como una caída libre por la línea de la mano de Roach, la piel del parche que percute contra los golpes rítmicos de la otra mano, el tam-tam del pie derecho y alternativamente del otro, igual a un galope y, en diagonal, pies y manos contrapuesto, como si si discutieran poco a poco más acaloradamente, más tropicalmente sería la descripción exacta, porque tempus fugit en efecto ya pasó y ahora arde Un poco loco que vaya a saber lo que quiere decir, porque se pronuncia así como suena, y yo no hablo español.
“Zutty”, el barman, que no se llama Zutty”sino Yaakov Kamenetzky, pero al que todos llamamos Zutty, porque su padre lo llamó siempre Zutty, como a Singleton, de quien era un fanático (el padre de Zutty no pudo anotar a su hijo como Zutty porque su mame, que hubiera preferido tener una mujercita para que estudiase en la bais yaakov de Baltimore y, además, sólo escuchaba Klezmer, se opuso rotundamente) Zutty decíamos, sin darse vuelta para mirar a qué o adonde, tanteó, estirando el brazo, el Cutty Sark y sirvió la medida exacta, un dedo de whisky y un chorro de soda. El dedo, vertical, por supuesto, el chorro leve. El dedo por la sed. El chorro por el ruido. Un efecto especial. Un rito.
El autor de la futura tesis se ha ubicado lejos, en un rincón al fondo, por lo que me ahorro convidarlo.
Bebo, respiro hondo, muy hondo, escucho, y saboreo. Demasiada soda, digo, Zutty, sirve otro, sin gastar palabras. Demasiado rito, murmuro, pero Zutty navega por I Should Care, el chorro mas cortito, y la mano de Zutty autónoma del oído y del corazón de Zutty, sirve el tercer Cutty, aunque yo alcanzo a robarle a tiempo el sifón y asumo la responsabilidad del chorrito de soda, levísimo. Éste, el segundo, vamos a hacerlo durar, me ordeno, y acaece el do final, seguido por un vamp rítmico que se siente súper en la parte alta del ritmo y la sensación es que el bajo de los tambores está difiriendo la petite mort, y estableciendo un solo a trois en apenas un acorde agónico.
La noche está empezando y ya murió.
-Vamos a intentar que dure, si podemos, claro…- le dice al público el diminuto Pee Wee Marquette, y señala en mi dirección.
3
(…) por la mañana, en un descampado ubicado en las cercanías de las avenidas Presidente Figueroa Alcorta y Belisario Roldán del barrio de Palermo, un cartonero que revolvía en un contenedor de basura encontró una pierna de mujer.
4
Un buscador me rastreó, pasó rozándome la cabeza, dio la vuelta como un boomerang, y me capturó, Una celda de acetato ambarino que también atrae lánguidos gusanos de humo azul, los matiza hasta el verde y me envuelve con ellos.
La sala era toda una pared negra delante mío, hasta I Should Care llena de mínimos sonidos y murmullos, después enmudeció.
Quizás todos la habían abandonado, puede también que se hubiera abarrotado y, esa era la probabilidad ominosa, que todos permanecieran allí, rígidos, con los ojos clavados en mí.
Busqué a Zutty detrás mío, en la barra, pero tampoco estaba, también él me había traicionado. Entonces – Vaya a saber porqué exhibí y agité el saxo elevando los brazos- hubo fuertísimos aplausos y menos de un segundo después –parecía imposible- pero, súbitamente, más silencio.
¿El saxo?…- pregunté y los aplausos (y las risas) se levantaron como un ola y se retiraron con la misma rapidez- Buescher, true tone, un tenor de los años veinte, el enzapatillado no es demasiado viejo, no sé, cuatro, cinco años. Antes tenía un Selmer, de los 50, o por ahí, parejito en todo su registro, de sonido amplio, hondo. Los agudos de éste son menos abiertos y un poco más metálicos, pero voy tirando, voy soplando, en fin…
La luz se apagó y traté de esconder, debajo de la banqueta, el vaso de whisky, pero se trataba apenas de un parpadeo y el foco me sorprendió en la mitad de la intentona, la situación, vista desde la sala, debía resultar extraordinariamente cómica porque los aplausos, y otra vez las risas, estallaron.
– Así queríamos sorprenderte. Con las manos en la maza- comentó, desde la oscuridad, supongo que desde el escenario, el diminuto Pee Wee Marquette, y el volumen de la explosión creció. Recogí entonces el vaso que apenas había logrado apoyar en el suelo y, casi desafiante, me dispuse a bebérmelo de un solo trago.
-¿No habíamos acordado que íbamos a intentar no acabar tan rápido?- la gente, evidentemente, disfruta con mi parálisis y también del doble sentido de las palabras del diminuto Pee Wee Marquette.
-…al trago me refiero.
Otra oleada. Pee Wee dibujó con la mirada, parsimonioso, un semicírculo sobre el público, moviendo la cabeza, en un gesto de reproche.
-¿O en que otra cosa pensaron?
Y Max, sin preaviso, disparó su press rolls en crescendo.
Aplausos.
5
Muy buenas noches damas y caballeros. Buenas noches, buenas noches, buenas noches, buenas… -pruebo la embocadura, notas largas, cortas, etcétera…- nooocheees. (Soplo) díaaaas, taaaardes, (rectifico el ajuste de la lengüeta y aflojo apenitas la abrazadera) atardece-amanece-anochece. Ceres…seres. Seres de un solo día. ¿Recuerdan Homero? ¡Oh! Mero, Mero Manzi, Mero Simpson, Mero jónico, Mero expósito…mero moro miro muro maro, mero oculto, solitario, y el que mero, puro y simple, propio, mismo y casi, o el que merodea, en la noche merodea, me-rodea bajo la vieja luna de los demonios, de papel, de terciopelo, más allá de, rio de, brillo de, luz de, y después ¿Que importará el después? Paredón y después ¿Después de qué? ¿De haberte ido? ¿Del diluvio? ¿Del desayuno? ¿O era “antes” del? ¿Del ruido, de la música, del silencio? ¿Después del silencio?
¿Qué ruido es ese si uno ya es después? Si uno ya está muerto.
Cuando yo estaba vivo, Pee Wee, veía la vida de otra manera…
…En general, quiero decir, y “veía” es una manera de decir, una licencia. ¿Entonces se escucha?
-¡Siiii! Desde la oscuridad de la sala.
¿Se escucha la vida que sigue sin nosotros, Pee Wee?
¿Qué ruido es ese?
¿Bach? ¿Techno? ¿Hip-Hop?
No: la vida.
¿Entonces el resto no era silencio, Pee Wee?
¡Bum, pam, crash, rataplán!
¡El resto es ruido, estrépito, furia! Un gran quilombo cósmico una congestión, trafic jam, bocina, alarmas, alaridos y jingles, un conventillo promiscuo amplificado al mango, cuadrafónico, desafinado, con acoples y surround, ¿eh?
¡Crujjjjjjjjjjjjjjjjjj!
Y Pee Wee, dulce, dulce hasta lo empalagoso, e irónico, y flemático, y paciente como el buitre paciente: “Que no, que no”
¡Que no, las pelotas, Pee Wee! ¿Y si en vez de la nada metafísica nos despertamos en medio del más aterrador caos acústico, con un dios eufórico, redoblante, tonante, aullante?
¡All toghether now! ¡All togheter now!
Un Dios que provoca con todopoderosa inconsciencia una sesión eterna de “free jazz” Y, ojo, Pee Wee, ¡ojo!, excluyendo el free jazz en sí mismo, yo no tengo nada contra el free jazz…Y ahora, registro el fallido, me suspendo y rio, bajito. Así, y comento:
…¿Escucharon? Silencio. ¿No escucharon? ¿En serio no escucharon? Silencio.
Dije “ojo” ¿no escucharon que dije ojo? ¿Y eso no les causó gracia? ¿No les provocó risa? A mi sí. (Y me río para que no queden dudas que a mí sí, que a mí me provoca risa). Casi me ahogo. Busco. Un traguito.
-Como aquella del ciego que se va y dice…está con unos amigos y va y dice, ve que se le hace tarde y dice… ¿Escucharon? “Ve” que se le hace tarde. Ve. ¿Cómo un ciego va a “ver” que se le hace tarde? Puede pensar que se le hace tarde, darse cuenta que se le hace tarde… ¡Sentir!, si, incluso sentir, que se le hace tarde, ¡Pero ver! …
Bueno, y aunque no fuera ciego…
¿Cómo ve cualquiera, aunque vea, que se le hace tarde? Dejémoslo. No importa.
La cuestión es que el ciego… ¿Cómo qué ciego? ¿Y de que ciego estábamos hablando? …El que estaba con unos amigos, tiene que irse, y va y le dice a los amigos que están con él: Nos vemos, les dice. Nos-vemos.
Aquí tienen que reírse. ¡Es cómico! ¡Es para cagarse de risa! Es, es, por lo menos gracioso. Un poco.
Es como un sordo diciendo escuché por ahí que tal cosa o que tal otra” o un mudo diciendo…
¡Olvídenlo, Olvídenlo, Olvídenlo!
Si no les causo gracia no les causó gracia y no hay drama. Si no les causo gracia es problema de ustedes y si es problema de ustedes no es problema mío que en realidad no estoy aquí para hacerlos reír y mucho menos para obligarlos a que se rían. Porque yo no soy un payaso, soy un músico. Ya, ya. Ya sé que una cosa es que un ciego diga «nos vemos” porque cómo va a ver, y otra que diga “ojo”. Ojo puede decir.
¿Porqué? Porque tiene. Ojos.
Quiero decir que un ciego tiene ojos; dos por lo general, y sin que importe para qué, tiene ojos. Edipo no, pero porque se los arrancó, George Shearing sí, y Ray Charles, y Teté Montoliú, y un montón más. Lo cual no presupone que la gente se cagara de risa si alguno de ellos dijera, con la voz, con los dedos, o como fuera volveré a verte en todos los viejos lugares conocidos, te voy a encontrar en el sol de la mañana, y cuando anochezca, mirando a la luna, te estaré viendo.
-Oye George, Ray, Art, Teté, o el que sea, en serio, ¿cómo puede uno escucharte afirmar con toda seriedad, y en cada nota, que volverás a verla en ese pequeño café, en el parque de enfrente, en el carrusel de los niños, en los castaños, en el pozo de los deseos, etcétera, sin cagarse de risa? ¿Por qué no probás con otra? ¿Qué te parece: yo te veré en mis sueños, yo te abrazaré en mis sueños? ¿Acaso en los sueños uno no es capaz hasta de volar? De hecho ella siempre me pedía Solo tengo ojos para ti porque en Puerto rico un 95% de la población dice “Sólo tengo ojos para ti” para decir I Only Have Eyes for You. No tiene nada de especial. Cada uno es libre de hablar como quiera y ella es portorriqueña o algo así.
Hijos de puta (esto es que pienso del público en general y en particular, del silencio del auditorio, pero me lo callo) ¿Y? (Más silencio. Más tiempo) ¡Pero qué hijos de puta! (Lo pienso, también me lo callo …por ahora) Yo no soy un payaso ciego, soy un saxofonista ciego, ¿Captan? Aquí en el “Birland”, en el 1678 de Broadway, al norte de la West 52 en Manhattan, yo soy un saxofonista ciego de 9 pm a 3 am.
Saxofonista sí, payaso no. Ciego sí…..y no se me ocurre que otra cosa, no. Bueno, eso, Ciego, saxofonista, viejo, triste. Quiere decir que no me pagan para hacerlos reír sino para ser ciego, triste, viejo y saxofonista. No tengo porque resultarles cómico, al contrario, dolorido, melancólico, patético si prefieren, pero cómico-cómico para nada.
Se supone, y es lo lógico, que establecida cierta comunicación, cierta atmósfera emocional, transcurrido cierto tiempo necesario para “hacerse con el clima” vean y, además, escuchen, y sumen y resten y comparen, se supone, digo ¡Vamos! es casi inevitable, una simple respuesta, espontánea, humana, un gesto de piedad, una lágrima, furtiva, una sola, una de esas lágrimas de las que los hombres se avergüenzan sin poder reprimirlas, y de las que las mujeres disfrutan permitiéndoles fluir y deslizarse por sus adorables mejillas de durazno.
Una lágrima, no una carcajada.
Porque una carcajada en lugar de una lágrima, además de doler como una cachetada, es como un mojón que establece el exacto límite entre la buena y la mala persona, ente alguien como usted o yo, y un reverendo hijo de puta.
A veces no se puede reprimir (la carcajada digo).
En los velorios por ejemplo.
Pero es distinto, tan distinto que se termina llorando.
De risa pero llorando.
Queda dicho, entonces, 1678 de Broadway, al norte de la West 52 en Manhattan de 9 pm a 3 am. Y ya casi nos perdimos media hora. O no la perdimos, la aprovechamos para poner los puntos sobre las íes, para evitarnos malos entendidos, para fijar las reglas: Muy buenas lo que sea entonces. Lo que sea aquí y en el día de la fecha y hora del show, del evento, tic-tac, en que mero, mero, mero-dea el sexo, saxo, fonista. Ciego que sea-y esto-bueno, ya- no hubiera sido posible sin etcéteraetcéteraetcétera anunciantes etcétera por lo cual le, les, nos, les estaremos siempre etcéteraetcétera, profunda y eternamente etcétera, yo y qué se yo, yo y mi sombra.
Alguien y yo.
Siempre, siempre, siempre: No sólo durante una hora/ No sólo durante un día/ No sólo durante un año/ Siempre, de Israel Isidore “God Bless America” Baline, Temun, 1888 – Nueva York, 1989.
6
El autor de la tesis por escribir, que comenzó la noche tomando algunas notas, las rompe ahora con parsimonia, en trozos muy pequeños. Bebe lo que resta de su gin-tonic, ajusta el capuchón a la Bic, y la guarda distraído en cualquiera de los bolsillos (si necesita volver a usarla, no la va a encontrar, pero, tal como se presentan las cosas, es altamente improbable que suceda o se le ocurra algo que merezca ser apuntado). Parpadea, se quita los anteojos y tras soplar una o dos veces sobre los cristales y enseguida fregarlos suavemente con un Kleenex, vuelve a ajustárselos. Después, cuando le da permiso a su mirada para pasear desganada por la penumbra tamizada que lo envuelve, ésta se suspende bruscamente, hipnotizada por las líneas sinuosas -contorneadas por el tenue reflejo de un foco de luz- del inquieto trasero de la vendedora de tabaco. Lo observa entonces alejarse, con tristeza. Sabe que no tardará en regresar y que volverá a tenerlo a mano, como quien dice. Pero es un pesimista, y en vez de disfrutar esa perspectiva, se adelanta, y ya siente en la boca la amargura del momento en el que vuelva a perderlo de vista.
7
¡En fin reverendos hijos de puta!
Cuando había tinieblas sobre la faz del abismo y el espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas. Al principio, quiero decir al principio, al principio de todo, muy al principio. ¡Uyyy, no se imaginan ustedes qué, cuan, cuanto al principio! Dios creó, mejor dicho, Dios no creó el saxofón. Creo los cielos y la tierra, sí, pero no el sexo… el saxo. Dijo luz y hubo luz y separó la luz de las tinieblas y produjo semillas y arbolitos que dan fruto y sombra, y estrellas en el firmamento, pero no el saxo, y modeló al hombre del polvo de la tierra, a su semejanza, e insufló en sus narices aliento de vida, viento de vida, viento. ¿Entienden? Quiero decir aire, respiración, espíritu, pero, bueno, bueno, Dios todavía no creo, el saxofón, no. no…y así de seguido. El paraíso, el árbol de la ciencia, etcétera, y no era bueno que su criatura hecha para ejecutar el saxofón -una enorme, grave, pipa- estuviera solo, por lo que le quitó una costilla y ¿Que hizo con esa costilla? ¿Un saxofón? No, no un saxofón, no un saxofón. Una hembra hizo ¿Y qué importaba que los dedos del hombre buscaran nerviosa, intuitiva, febril, inútilmente las llaves de un saxofón y derrochara, igual que Onán con su simiente, las notas neonatas de ornithology sobre la fértil tierra del jardín del Edén? Dios le dio antes una hembra. ¿Porque? ¿Porqué? ¿Porque sabía -si Dios era Dios tenía que saberlo- que el hombre, provisoriamente inocente iba a recaer fatalmente en la muerte y lo estaba preparando para la resignación y la paciencia? ¿Porque es perverso? ¿Por qué le daba exactamente lo mismo? ¿Por las dos razones? La cuestión es que lo engrupió con un placebo. Un remedo para sus ejercicios de digitación sobre el extravagante artefacto en el que había transformado a su costilla, la que le había robado, si, robado, robado ¿Recuerdan? Y el instrumento le salió muy barroco sí, muy lleno de sinuosidades sí, de elipses, de arcos, de suaves cimas con “ce” y hondas simas con “ese”, sí, y además le gustaban los standars, quiero decir que el novísimo artefacto húmedo y afiligranado no apreciaba ni las improvisaciones, ni las variaciones, ni las atrevidas, fugaces, azarosas construcciones, sino la línea recta, la lineal línea melódica, la senda reglada, armoniosa, pautada, porque pensaba que la reflejaba, porque así se suponía, así se suponía ella, un leit motiv perfecto, obstinado en la cabeza el otro,… y le pedía solo tengo ojos para ti, tocáme solo tengo ojos para ti, tocáme, que era como escuchar la confesión arrancada con torturas, de que todo lo demás era intangible, que ella era todo y el resto pura nada, a él, que era ciego de 9 pm a 3 am le pedía solo tengo ojos para ti, tocáme ¿No es para cagarse de risa? Pero eso después, porque todavía era el principio de la creación, antes de Hawkins, Lester, Mulligan, Coltrane, antes aún de Adolphe Sax, el alquimista belga que transmutó su clarinete de madera de ébano en un tubo cónico de cobre igualito al cachimbo que fumaba después de cenar, antes de todo eso había que crear -haber-haber que crear no sé si había- pero ya les dije que el demiurgo es un perverso y que no le importante nada. Y así el tam-tam para distraer la quietud y el silencio, para quitarse del alma el espanto de la muerte, y el pobre cristo desfogándose en el cuerno de un mamut, ¿Y ya no está bien? ¿No es suficiente? No. Dale que dale, huesos, cañas, troncos, granos, caparazones, tripas, lo que haya para golpear, tañer, agitar, raspar, soplar, convulsionar, rajuñar, descuajar ¿Y cómo pude saberlo yo, siendo ciego de 9 pm a 3 am? Pero supe, que en ese mismo instante Brigid O’Shaughnessy iba a surgir de la boca de lobo de la noche, la cara lívida como la de un fantasma a la luz fría del neón ¿cómo pude verla yo en ese mismo instante, siendo ciego? Yo, que atacaba solo tengo ojos para ti, que estaba justo al pie de una escalera de caracol y debía subir, subir, subir para alcanzar el escalón más alto, la nota más aguda, y arrojarla, después de un glissando, arrojarla directamente a los brazos de ese tema terco e irresponsable, con sus larguísimas frases impúdicas y ¡Ay! para alentar y verla, más atrás de los ojos -a Brigid O’Shaughnessy. digo- había que ser un artista de la delicadeza y la fragilidad, del soplo y la fisura, de la sonoridad que se hace física, textura evanescente, que envuelve la melodía y apenas si la empaña… un gradual cambio de tempo y la música ya corre desenfrenadamente hacia su disolución. Tres o cuatro notas más, inconexas, lasas, desmayadas…y silencio. Shhh….
8
Buddy Bolden: (a sus músicos) Way down, way down low so I can hear those whores drag their feet across the floor… (*)
La chica que vende, entre muchas “otras cosas”, tabaco en el “Birland”, se llama Doll. Hay otras chicas en el “Birland” que también, además, venden tabaco; pero la única es Doll.
Y si no me cree pregúnteselo a cualquiera de las pálidas entelequias que queman allí casi todas las noches de sus vidas.
Estoy hablando del cliché de la rubia vulgar, ideal para regalarse una buena noche, de una blancura que no puede imaginarse tocada por la luz del día, alegre, de ojos grandes, centelleantes, y, como los de Clara Bow, con un secreto poso de tristeza.
Pero de esa turbiedad conmovedora saben muy pocos hombres: sobrarían los dedos de una mano para contarlos.
Sí. Doll es un tópico, pero irreproducible. Dios hizo a Doll y rompió el molde, decía Pee Wee, mientras observaba con tiernísima lascivia como se dejaba envolver por el humo, para, prontamente, reaparecer entre las mesas, festejando, entre ingenua y provocadora, las bromas (seguramente sucias) de algunos clientes.
Doll se enamoró de mí en el mismo instante en el que fuimos presentados. La noche siguiente la pasamos en el “Tierra del fuego”, un telo pegadito al “Birland”, al que los iniciados llamábamos “el anexo”.
La cosa empezó más densa de lo que yo había imaginado.
Doll, se quitó el sostén con absoluta naturalidad e, inesperadamente se volteó, me dio la espalda y cruzó los brazos cubriéndose las tetas.
¿Estás bien? Le pegunté, tratando de no sonar apremiante.
Ella movió afirmativamente la cabeza.
Advertí que lloraba, suave y silenciosa. Me acerqué por detrás y la abracé. Permanecimos así un rato largo, hasta que nuestras respiraciones muy poco a poco se acompasaron.
¿Preferís que lo dejemos para cualquier otra noche? le pregunte.
Doll esta vez negó con la cabeza, pero con mucho más energía y, como si hubiera abierto unas compuertas, su llanto se hizo incontenible.
No soy virgen, se atrevió finalmente a confesarme.
(*) Con calma, con calma para que pueda escuchar como esas putas arrastran sus pies por el suelo…
9
A 400 metros de la Laguna de las Gaviotas de la Reserva Ecológica Costanera Sur, alertada por la guía de una de las visitas guiadas, la policía encontró ayer, envueltos en una sábana y muy superficialmente enterrados, una mano y varios órganos que, aunque aún no ha sido confirmado oficialmente…
10
Brigid O’Shaughnessy. Mira desde afuera, desde el otro lado del cristal. Una pecera llena de humo azul, me comentó después. Ella mira también hacia atrás suyo y parece asustada, temblorosa. Hace frio, alienta y empaña el vidrio.
¿A ver? Una o dos frases nada más. No, no suenan lindas. El saxofonista viejo y ciego, cuenta mejor de lo que canta. Pero yo dije que había que ser no que era. Yo busqué un sonido propio y básico, como debe hacerlo cualquier músico que se respete. Buscarlo. No encontrarlo. Eso ya no depende de él. Y el sonido que encontré es exactamente ese que les cuento.
El que les cuento no el que les canto.
Un sonido puro, sin vibrato, o con ese vibrato que es otro, que está aquí adentro, hondo. Un sonido particular para cada contexto Un soplido con la totalidad de lo que existe o sueño, en el que pueda meter mi sustancia, mi propia carne, un sonido que le quite sentido a cualquier cosa que esté en el mundo únicamente para ser mirada.. Un sonido: escuchen. (Soplo) ¿Eh? -Otra vez. (Soplo).
Brigid O’Shaughnessy, que se decide, empuja rápido la puerta y entra.
Se detiene un instante, aturdida, mira furtivamente hacia la calle, hacia el sitio desde el que ella miraba hacia adentro hace un instante, se quita los guantes ahueca las manos para soplar dentro de ellas y entibiarlas. Mira en mi dirección, pero yo no debería advertir que me está observando.
Un sonido hermosísimo. Exactamente el contrario del que acaban de oír.
“y que yo he tenido el placer de brin-brin darles a ustedes y que no hubiera sido posible sin etcéteraetcétera por lo cual le, les estamos…”
Es que, sinceramente, yo era malo.
Como saxofonista quiero decir, muy malo.
No era mediocre no. Era pésimo.
Ahora ya no soy pésimo. Ahora he empeorado algo.
Pero no me doy por vencido, no bajo los brazos, insisto, practico, sé que puedo hacerlo peor.
Y no se crean que como ciego era mucho mejor… ¡Pero como saxofonista!…sin embargo no hubo orquesta, desde los alocados twenty hasta la fecha, que no quisiera ficharme: La de “Pops” Whiteman, la primera; la de Bob Mintzer, la penúltima (y entre las dos, las del Duque, el Conde y la lista completa del Almanaque de Gotha).
A la gente, al público, le encantaba saber que yo estaba allí, en el escenario. Eso sí, que se me viera poco, lo menos posible, nada, si era posible y que tocara lo mínimo o, mejor, que no tocara, pero que estuviera.
Era un reaseguro dependiendo de cómo se presentara la noche. Eso sucede con mucho más frecuencia de lo que usted supone, instruí al autor de la tesis. A la actuación que se desmorona sin ninguna razón especial, me refería.
Es inexplicable pero sucede, no se puede hacer nada, y cuando ocurre, las parejas deambulan como sonámbulos, derrengados por la pista de baile, odiándose mortal y mutuamente, pero incapaces de despegarse.
La banda recurre a todos sus trucos, toca más alto, toca más bajo, toca lento, toca rápido, pasa una acelerada revista al repertorio por si algo cuela, se malgasta el confeti, las serpentinas, los espantasuegras, se aviva la luz para multiplicar los destellos de los globos de espejos, después se la atenúa para estimular la libido de los bailarines. Inútil, inútil. Inútil.
Todo parece inútil pero, aunque se resistan a usarlo, saben que disponen del recurso desesperado.
Hasta que alguno se decide e insinúa con timidez -¿No tenemos precisamente para esas ocasiones al saxofonista ciego?
Un seguidor “e moi” en el centro de una aureola, de un halo, de una diadema lumínica. Entonces, soplo, soplo y soplo y además canto, canto (canto parecido a Chet Beker cuando en 1966, en San Francisco, una paliza le dejó sin dientes y sin aliento) Soplo y canto. Desde la niebla, desde lo más subterráneo y oscuro, soplo desde el carozo de la soledad, a punto de morir…¡Oh Dios¡ ¡Oh Brigid O’Shaughnessy!… Soplo sintiendo que soy esto que soplo, y que me estoy arrancando a jirones el corazón y entregándote cada hora, cada minuto, que parecen un centenar de años y el dolor que siento no se mide en pulgadas pero sí en lágrimas y únicamente aquello que pueda quebrarte el alma y obligarte a llorar, llorar, llorar sobre mi hombro, hasta que nuestras lágrimas se acaben, porque yo también estaré llorando cada nota, y entonces muramos juntos y en esa agonía empieza, siempre empieza allí…
Ocurre eso: cambia. El humor, digo. El humor de los bailarines, de los músicos, del diminuto Pee Wee Marquette. Empieza casi imperceptiblemente, apenas un rumor asordinado. Pero crece, crece,… ¡Y estalla! Ríe uno, ríe otro, ríen todos, desinhibidos, liberados, felices mientras yo y mi saxo sollozamos ya exhaustos, es extraña la manera en que el pasado siempre parece ser bueno, mientras que el presente me desgarra, y Pee Wee llora mucho más que yo, y muchísimo más fuerte, lo que no es ningún mérito porque mis lágrimas fluyen en silencio y las de él, imitándome (o parodiándome) aturden y resultan tan cómicas que la misma Brigid O’Shaughnessy, tan afligida, no puede menos que reírse.
Damas y Caballeros, no han malgastado la noche. ¿Y gracias a quién? Al saxofonista ciego y viejo ¡Esto se llama pasarlo en grande! ¿O exagero? En grande. Y, ahí, yo, en el aura, en el circulo de tinieblas, y tras –¿Qué hice yo/ para ser tan negro y blue? -¡Así me gusta macho, que esto ya parecía un velorio.
…Y entonces, ahora simplemente no hay ninguna oportunidad, para ti y para mi/ Nunca la habrá/ No, no hay oportunidad, para ti y para mi /¿No te hace sentir triste eso?, y bueno, después de cada vez que decimos adiós / yo muero un poco, uno, entre carcajadas, grita que menos mal, que ya era hora, que la vida es bastante triste sin necesidad de venir aquí a amargarse, y pide y te seguí a la estación con tu valija en la mano / el tren iba a partir y te miré a los ojos / Bueno, yo estaba solo, me sentí tan solo, y yo no podría a dejar de llorar, y cuando termino con el domingo es lúgubre / Mi corazón y yo hemos decidido acabar con todo esto. / Pronto solo habrá sombras, entonces ya es… ya es… ¡El delirio! ¡El delirio! Y en la atmósfera se condensa el tufo de la humana alegría y nunca falta el que se desinhibe y arroja cosas al escenario, sillas, sándwiches, botellas, ceniceros, muy pocas veces disparos de armas de fuego, cosas así, y, claro, todo el respetable se contagia, no quiere ser menos y demuestra su solidaridad con el precursor–o su sentido de competencia- afinando la puntería. En el escenario que constituye el blanco, los músicos (las piezas a cobrar) con su larguísima experiencia, suelen sortear los proyectiles, y algunos -Chingolo, el baterista, por ejemplo, que es un tipo sumamente gracioso- se lucen con esquives virtuosos y acrobacias, lo que, lógicamente, contribuye a que los cazadores se esmeren y a que el buen humor cunda y prospere sin que, salvo en contadas ocasiones de especial encarnizamiento, haya que lamentar víctimas graves. Yo, suelo ser una de ellas -de las víctimas- siempre algo ligo, pero hasta ahora, y toco madera, nada grave, algunos cortes, fracturas, una conmoción cerebral sin consecuencias neurológicas severas. Nada. Sobrevivo.
La gente se va contenta y, después de haberse descargado, agradecida…
A uno del público, que ya debe estar bastante lejos, todavía se lo escucha, no puede parar de reírse y hay que golpearle fuerte la espalda, suena como el ataque de tos de un tísico.
Todo O.K, entonces.
¿Pero suponen que después, cuando nos reponemos en el camarín, cuando además de cigarrillos y algún otro potingue para levantar el ánimo, se comparten curitas o mecromina, alguno, el director o el trompetista, que va a porcentaje (o sea que es al que más le interesa que la cosa salga bien) o el mismísimo Chingolo –que es mi mejor amigo aunque en ocasiones me demuestre poco aprecio- o el que sea…? ¿Ustedes creen, digo, que hay quien se me acerque, me palmee, me agradezca o algo?
Al contrario. Más que haberles salvado la noche, que es lo que realmente hice, parece como si los hubiera avergonzado.
Y se apartan de mí. Como de un apestado.
Y empieza la cuarentena, el apartheid del saxofonista ciego, negro, viejo y ridículo. Y si estamos en gira, mucho peor. Reculamos hasta los años cuarenta, hasta el sur profundo, y yo me transformo en la cantante negra de una orquesta de blancos.
Me prohíben pisar el estar del hotel, entrar al bar, compartir la mesa en el comedor. Entro al hotel por la puerta de la cocina y cuando termina la actuación mi obligación es desaparecer rápido del escenario y retirarme a mi cucha, un calabozo alejado de las habitaciones del resto de la banda.
Eso soy yo: dibujo del desecho, como llamaba un zapatero dadaista a su propia mierda.
Para que usted entienda yo tendría que explicárselo.
– Ajaá.
Aprueba el autor de una futura tesis.
Pero lo que le pasa es que uno no puede ser explicado.
-Claro que no, por supuesto, de ninguna manera. Pero cuénteme al menos que significa eso…
¿Que significa qué?
-Eso.
¿Eso qué?
-Eso que no puede ser explicado.
Trataré de explicárselo.
-¿Entonces puede?
-No.
…Y así….así…así….así. Y uno escucha Body and Soul e inexplicablemente porque, como todo lo que se siente, no puede ser explicado y porque además es muy triste, percibe, en la piel lo percibe, lo bien que se lo está pasando Coleman Hawkins, como se lastima y disfruta, y yo quiero tocar como él, Brigid, y poder sentir como él se sintió durante esos tres minutos. Y Brigid O’Shaughnessy, les decía, miró hacia el interior del “Birland” de la pecera de humo azul, me contó después ella. También miró hacia atrás y parecía asustada. Hacía frio y empañó el vidrio con el aliento.
¿Cómo pude verla yo en ese mismo instante, siendo ciego? Yo, que atacaba I Only Have Eyes for You, porque no, no era Body and Soul ni yo sonaba como Hawkins, ni lo estaba pasando tan bien como uno sabe (porque no hay manera de no saberlo) que, aunque sea durante esos tres minutos de grabación, lo pasó él. Yo estaba justo al pie de esa escalera de caracol ¿recuerdan? y debía subir, subir, subir para alcanzar la nota más aguda, y arrojarla directamente a sus brazos, y aunque no podía verla me obligaba a mirarla, adentrándose en la pecera de humo azul, como si nadara. Y aunque apenas si lo susurró, entendí perfectamente lo que me decía Chingolo, porque el acompañamiento era muy suave, las escobillas rozaban el parche: “Puedo oler el peligro. Esa mujer tiene un pasado”. Un acorde ascendente. Un cambio de tiempo y la misma nota del comienzo. “¿No tenemos todos un pasado?”, “Si, pero a ella la persigue, y ahora casi le está pisando los talones”. La misma nota del comienzo pero en un tiempo más rápido hasta que, porque sí, empieza a disolverse…. tres o cuatro más, lasas, desmayadas…y silencio. Así, así, quería que la acariciara mi sonido, sensualmente, intenso y con una despreocupación agridulce.
(Recuerde (el autor de la futura tesis) que yo todavía ignoraba la incapacidad de Brigid O’Shaughnessy para apreciar lo que escapara a la prolija sucesión de las notas de una melodía, y encima este puto saxofón que no sonaba como el de Hawkins y, claro que hubiera dado un ojo de la cara, bah, los dos ojos, para que nadie pudiera distinguir mi soplido del suyo.)
Una sospecha…
¿Alguien puede, realmente puede decir éste es el original y ésta es la copia? ¿Quién se parece a quién? ¿Quién imita a quién? ¿Quién hizo a quien a su imagen y semejanza?…
Esta ese tal Andy Secrest que sonaba igual a Bix. A Bix Beiderbecke. Muchas veces se los confundía. Pero ¿A quién con quién? ¿Y qué es lo que determina que Andy Secrest suena igual a Bix y no que Bix suena igual a Andy Secrest? Lo que no es para nada el caso, ya lo sé, ya lo sé, ¡Ya lo sé, dije! Porque si hay algún saxofonista que no puede ser confundido con Coleman Hawkins soy yo y viceversa. Repito que soy dolorosamente consciente de eso y agrego que no es porque no lo haya intentado, de eso pueden estar bien seguros.
Chingolo me contó de un tal Robert Johnson que, según parece, como músico era un asco. Y no vaya a creer que los que él, con una falta absoluta de vergüenza, decía que eran sus colegas, se privaban de decírselo. Y los que le decían sos un asco “Bob”, sabían lo que decían. Se llamaban Willie Brown, Lonnie Johnson, Sonny Boy Williamson, gente así, maestros. Cambiá de ramo Bob -le aconsejaban- y le sugerían alternativas más acordes con sus múltiples talentos: cafishio, camello, fullero, punguista.
Una noche desapareció y durante meses nadie supo nada de él. Reapareció intempestivamente y en el mismo sitio en el que se lo había visto por última vez, el Arlington Annex, uno de los tantos locales de Storyville propiedad del mafioso Tom C. Anderson.
Y fue el mismísimo Anderson el que pidió a Willie, Lonnie y Sonny que lo dejaran tocar, ellos accedieron a regañadientes e insistieron en que fuera un solo tema.
El primer rasgueo de Me and the devil blues, sin embargo, los hipnotizó, e hipnotizados permanecieron horas y horas, escuchándolo. ¿Cómo se explicaba semejante transformación? ¿Adónde había ido a buscar y encontrar esa música enorme y qué elixir o qué maestro sobrenatural había dotado de tanta alma a sus dedos?
La nulidad era ahora el más grande, el genio.
Entonces, tras del oscuro silencio que sucedió a Stop breakin´down blues, Robert Johnson explicó a sus amigos que en las afueras de un pueblo ignoto, pasado un descampado, más exactamente en un cruce de caminos (*), a cambio de eso inexplicable que lo transformaba en el mejor bluesman que jamás, jamás de los jamases, se había escuchado y, también en el mejor que de ahí para siempre se iba a escuchar, había vendido – a las doce de una noche de no recordaba cuando- su alma al diablo.
-¿Ves aquel perro negro que anda vagando entre los trigales y rastrojos? Mirálo bien ¿Por quién tomarías a ese perro?
-Por un perro.
-¿Pero no advertís como describe anchos espirales en derredor nuestro y cada vez más cerca?
-(Con mucho esfuerzo ya que el autor de la tesis aún por escribirse padece una ambliopatía que es una disminución de la vista que no debe confundirse con mi amaurosis que es pura y simple abolición) -A ver…a ver –se concentra y parece como si muy lentamente fuera entendiendo -Si, si- e inmediatamente rectifica – no, no –y después – si, si, hasta concluir: No, no advierto.
-¿Y tampoco como deja a su paso, a modo de torbellino, un rastro de fuego?
-Hummm… ¿la verdad, la verdad?…Y niega con la cabeza.
-¡Pero si paréceme que tiende sutiles lazos mágicos alrededor de vuestros pies, para formar luego una atadura!
-¿Parécele sweet prince?
-Sí. El círculo ya se estrecha. Tratase de un perro, no de un fantasma. Gruñe y vacila, echase sobre el vientre, menea la cola, tiene, en fin, todas las costumbres del perro (Geselle dich zu uns! Komm hier!…)
A Robert (aunque él siempre lo negó) le sirvió de guía Ike Zinnerman, un guitarrista de Alabama famoso en el Delta, no solo por sus habilidades con la guitarra sino por practicar a la noche en los cementerios. Después de la excursión con Robert, nadie supo nada más de él (de Ike Zinmerman, of course).
(*)El músico Son House, asiduo del Arlington Annex, afirma que diablo afinó guitarra de Robert Johnson, exactamente en el cruce de las carreteras 61 y 49 en Clarksdale. Decía que cuando cantaba Crossroad «Fui a la encrucijada y caí de rodillas, pedí al Señor, ten piedad, salva, por favor, al pobre Bob») en su voz se percibía un terror absoluto.
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Otra sospecha: y no es que nos pasáramos todo el día hablando, al contrario, o haciendo el amor, que en realidad lo hicimos solo esa vez que ya le conté o que me olvidé de contarle.
Y me pregunto: ¿Esa sola vez sucedió o la soñé?
Me vuelven, aunque vaporosos y desde una enorme distancia, cada uno de los detalles.
Recuerdo su controlada intensidad y su agridulce despreocupación.
-¿A cuántos hombres has olvidado, Brigid O’Shaughnessy?
-Lo he olvidado.
-¿Y a mí?
-No.
-¿Me vas a recordar siempre?
Brigid O’Shaughnessy permaneció en silencio, pero no pudo reprimir un estremecimiento.
No insistí. ¿Qué falta hacia si ya me había contestado?
No, no hablábamos tanto. No hablábamos casi nada. Brigid O’Shaughnessy escuchaba, se ocupaba en eso. En escuchar. Algunas veces I’ll See You In My Dreams, solo las notas básicas, sin ninguna desviación –Quiero escuchar Te veré en mis sueños. Y yo ya entendía lo que me estaba pidiendo.
Y ahí se quedaba, pegada a la puerta, suspensa como un animalito, esa aleación tan conmovedora de inocencia y experiencia, oyendo, además de I’ll See You In My Dreams, como se acercaba alguna cosa terrible que todavía estaba lejísima para cualquier otro oído humano. Y en su olor de Brigid O’Shaughnessy, ese que era ella, que se me subía a la cabeza y que me volvía loco, se había instalado otro, acre, que yo tanto reconocía en mí, el del miedo.
Sabía que si esa noche permitía que se fuera, se iba para siempre.
Entonces le pasé un cigarrillo encendido y di una larga pitada al mío.
Desde entonces el corazón me despierta todas las noches, martillándome el pecho, y me pregunta ¿Esa sola vez o hubo otra? Y esa otra ¡Dios mío! ¿Sucedió o la soñé?
¿Porqué no me mentiste Brigid O’Shaughnessy? ¿Porqué no me juraste que jamás me olvidarías?
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Aunque Chingolo me había instruido sobre el trágico final de la existencia de Robertito Johnson, a mí, lo juro, no me hubiera importado correr el riesgo. Pero ¿Para qué engañarse? Sabía que con mi amaurosis y mi mala pata jamás iba a encontrar aquel cruce de caminos, y que si de casualidad lo encontraba, no habría allí nadie esperándome, ya que los golpes de mi bastón de ciego espantarían a cualquier perro negro o a cualquier demonio. La cosa es que alguien envenenó el whisky de “Bob”, no se sabe si fue una mujer celosa o un hombre al que le había robado la mina, tampoco si el veneno que se empleo era estricnina, naftalina, o qué se yo. En Me and the devil pedía «Entierren mi cuerpo junto a la carretera, para que mi viejo y malvado espíritu pueda subirse a un autobús de la Greyhound y viajar», pero también se desconoce el lugar en que está enterrado, ya que aunque existen en Greenwood (Misisippi) tres tumbas, cada una con su respectiva lápida dedicada a Robert Johnson, en ninguna de ellas se encontró su cuerpo.
En lo que coinciden los testigos (porque, aunque furtivos, los hubo) es que murió aullando como un perro rabioso.
Pero yo, con tal de soplar una única vez, Body and Soul como Coleman Hawkins, aunque el precio fuera terminar quemándome por dentro y aullando como un perro rabioso, hubiera firmado con mi sangre.
“Esa mujer tiene un pasado. Y ese pasado le está pisando los talones”, me previno Chingolo, y aunque apenas si lo susurró, ya que el acompañamiento era muy suave (las escobillas apenas rozaban el parche) lo escuché perfectamente, y entendí más, algo que él no tenía ni la más puta idea que me estaba revelando, pero que era profundo y siniestro.
“Grave Digger Jones” me dije, y entendí, sin saber exactamente qué, ni cuál era la razón que me permitía percibir tan nítidamente algo que ignoraba y que además, no me cabían dudas, seguiría siendo un misterio el día de mi muerte.
Dicen que un antiguo castigo consistía en enceguecer a alguien acercándole a los ojos, hasta casi rozarle los párpados, un trozo plano de metal incandescente y sostenerlo allí lo necesario. En ese caso la victima conservaba aún el poder de distinguir una mancha de luz en la oscuridad. Yo percibí que Brigid se había ido del “Birland” cuando se extinguió la mancha de luz y me puse tan triste, oh nena, nena, nena, tan triste, que terminé transformando esa noche deprimente en un suceso cómico y, además tan borracho, tan totalmente borracho, que – así me comentaron después- llegué hasta a tocar decentemente.
Así, con el acompañamiento de un saxo anodinamente correcto, la noche terminó como había comenzado: deprimente. Tras los cristales una pátina de estaño y bruma se había ido tragando a los insomnes consuetudinarios más rezagados. Haría ya una media hora, que habían comenzado a retirarse, remolones, aunque con intervalos cada vez más concisos, finalmente Doll que, como todas las noches salía acompañada (músico o cliente) y enfilaba hacia el “Tierra del fuego”, me dijo “hasta mañana”. Al último cliente, traje negro de alpaca en el que se advertía el bulto del revólver que el hombre llevaba, supongo que en una funda sobaquera, pude verle fugazmente el rostro cuando, después de comprobar en el cristal de la puerta de salida, que su maltrecho sombrero de fieltro estaba ladeado como consideraba que debía estar, encendió un cigarrillo.
-¡Grave Digger Jones!
El rostro afilado y oscuro de Grave Digger Jones, esos ojos pequeños de lagarto, amarillos y brillantes, sus labios finos y crueles. Y la precisión de mi reconocimiento era sorprendente, porque, aunque solo era ciego de 9 pm a 3 am, y ya habían pasada las cinco, nunca en mi vida había visto la jeta de Grave Digger Jones, y, que me muera si no es así, su nombre no me sonaba de nada. ¿O sí?
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…los voceros informaron que a los policías que rastrillaban el antiguo deshuesadero de petroleros y portacontenedores, un paraje escasamente frecuentado, les llamó la atención un montículo de tierra removida desde hace algunos días y sin pasto, a diez metros de las aguas residuales, bajo el viejo Kosciuszko. Al aproximarse al lugar con los perros, encontraron en un pozo –cavado con una pala o una herramienta similar- el torso desnudo de una mujer de entre 20 y 30 años, envuelto en papel de diario descuidadamente atado con hilo sisal. Los peritos estiman que la muerte de la víctima –probablemente causada por heridas de arma punzocortantes- se habría producido aproximadamente una semana antes del hallazgo.
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Entonces, yo y el tac-toc del bastón bajamos hasta Viamonte, al frente Leandro Alem y muy poco antes de llegar a la China envuelto de sucesivas neblinas, las físicas, las etílicas, las atmosféricas, y quiero decirles que pienso que no hace falta un talento excepcional para orientarse en una ciudad, no importa cual, ni su tamaño, ni sus vericuetos; pero para perderse en ella -no digo desorientarse- digo perderse, perderse como Hansel y Gretel en el bosque, ya que siempre hay algún cuervo que nos sigue para comerse las migas de pan que sembramos como reaseguros del regreso; para perderse de esa forma pavorosa, digo, sin ninguna esperanza de volver a encontrar el sentido, de restablecer los puntos cardinales, y errar eternamente en círculos, hay que tener condiciones especiales, vocación. Y esto no se relaciona con la ceguera. Al contrario, los ciegos (y yo lo soy de 9 pm a 3 am, pero antes y después de esa hora camino con los ojos cerrados) estamos llenos de ojos ¡Y enormes! Como los de las libélulas, que se tocan en lo alto de sus cabezas y les permiten ver hacia arriba, hacia abajo, a los lados y detrás, y antenas, y todo tipo de receptores que se anticipan a los obstáculos, a las corrientes y vibraciones del aire, a cualquier criatura que nos aceche agazapada para devorarnos. Pero yo me pierdo simplemente porque no me asusta perderme, porque busco perderme, camino sin pensar hacia donde camino, silbo, por ejemplo, Close your eyes y me dejo llevar, sin preguntas ni terrores. Al contrario, disfruto las confusiones, los acertijos, las sinuosidades, las sorpresas, hasta los tropezones y además –quizás lo más importante- sé que cuando hagan falta mis miríadas de ojos, mis antenas, me reorientarán. Entonces, pueden hacerme girar como un trompo, invertir todas las referencias sensoriales, la ubicación de los objetos etcéteretcéteraetcétera. No intenten entonces extraviarme. Tiempo perdido. Mi nariz olisqueará los puntos cardinales y apuntará, ella o mi bastón blanco (apoyado en el cual, aunque ya no esté en horas de trabajo sigo asegurándome de no tropezar, o tropezar deliberadamente y hasta exagerando el tropezón) o un extremo del estuche del saxo, o cualquiera de mis múltiples apéndices, hacia el norte magnético.
Porque sé que el cuervo me está siguiendo, y también sé que él no sabe que lo sé, cree que lo estoy guiando hacia el lugar de mi indefensión, y no comprende que lo que hago es alejarlo, alejarlo, y alejarlo de él. Esa es la razón por la que no me asusta su aleteo, su graznido siniestro.
Me alcanza con haberlo percibido un segundo. No hay manera de que se me borre de la memoria. Ya adiviné, cuando encendiste un cigarrillo, tu rostro afilado y oscuro en el cristal de la puerta del “Birland”, tus ojos pequeños de lagarto, el rictus de tus labios finos y crueles.
Grave Digger Jones, nunca hay que subestimar la capacidad visual de quienes llevan los ojos cerrados. Puede ocurrir que creas estar persiguiéndolo y sea el otro quien camina detrás de ti y te ventea.
Puede ocurrir, también, que en realidad esté guiándote.
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(…) dentro de una valija que flotaba en las aguas del Riachuelo a la altura de la localidad bonaerense de Dock Sud, cercanos a unos contenedores de basura ubicados al costado de la Isla Maciel, bajo el puente de la autopista, según fuentes policiales y de Prefectura.
En el lugar aún continúan trabajando efectivos de la comisaría local y de la jefatura distrital Avellaneda, que evitaron vincular el hallazgo con cualquier episodio reciente. Crece, sin embargo, el rumor de que se trata de otra pieza del rompecabezas que la policía trata de armar desde diciembre. En la valija, trascendió, se encontraron otros dos objetos: anillo y una cadena de cuello…
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Cuando sonó ya hacía media hora que me había levantado y duchado, después puse agua a calentar para preparar dos cafés concentrados, y empecé a afeitarme.
En la bandeja Fine and mellow terminó y recomenzó siete veces. Al que le toca soplar ahora es a Ben Webster. Cuentan que durante el solo de Lester Young, la cara de Billie se iluminó extrañamente y que sonreía, lo que por entonces ya no sucedía con frecuencia. Después canta ella, y estoy seguro que está cantando para él.
Ocurrió la noche del 15 de marzo de 1959, Lester, terminada la sesión se fue a su casa y se emborrachó hasta morirse.
Fine and mellow se obstina en concluir, busco torpemente pinchar a partir de Love will make you do things That you know is wrong y, cuando finalmente acierto con la púa, me entrego…
-Encontraron la cabeza de Brigid O’Shaughnessy, me informó Grave Digger Jones.
Llegó sin compañía. O no me consideraba peligroso o pensaba (igual que yo) que se trataba de un asunto demasiado personal.
¿Puedo terminar de afeitarme? Le pregunté
Él asintió con la cabeza, revisó algunos L.P. que yo había olvidado esta mañana sobre la mesa.
Me mostró la tapa de uno, bastante sorprendido ¿Y éste?
–Birth of The Cool, le contesté.
-Sí, ya sé, pero…
-Una edición rara.
-Tengo la de Capitol, la del 48…
-¿Y adonde?
-¿Adónde qué?
– La cabeza ¿Dónde la encontraron?
-Supongo que en el sitio en el que la dejó.
Me pregunté adónde podía ser eso.
-En la cascada del Paley, a la orilla, me contestó como si me estuviera leyendo el pensamiento.
Siguió revisando los Long Play mientras yo me aplicaba el aftershave.
-Le llamó la atención a una señora que todas las mañas pasea hasta allí a su bebé en un cochecito…
-¿Y qué fue lo que le llamó la atención?
-La funda mochila para saxo, abandonada al lado de la cascada.
Nos disponíamos a salir cuando sonó el teléfono. Iba a dejarlo sonando atrás mío, pero Grave Digger se detuvo esperando que lo atendiera.
Se trataba de un llamado de larga distancia y, tras algunos segundos, reconocí la voz de Pee Wee Marquette.
Se derrumbó el “Birland”, me dijo.
-¿Cómo que se derrumbó?
-Eso. En mitad del solo de Roach de Un poco loco. Se vino abajo,
Quedé mudo, Pee Wee, me preguntó al ratito: ¿Seguís ahí?
Si, le contesté. Y después pregunté si había víctimas.
-Murieron todos- me contestó y cortó enseguida.
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Grave Digger Jones conducía por la autopista el Chevrolet Classic que le había alquilado a Hertz en Ezeiza. No me había esposado. Antes de bajar las escaleras yo le había extendido los brazos, pero él siguió adelante como si no se hubiera enterado. Viajábamos fumando en silencio. Ahora pasábamos frente al lugar donde hace, ¿una, dos semanas? se había producido aquel accidente. Un camión grande, con acoplado, atropelló a un motociclista (o viceversa). Recuerdo la moto, pura chatarra, recostada sobre al final del acoplado del camión y unos manchones grandes de aceite sobre el pavimento de la autopista. Sé que alguno murió, el conductor del camión o el motociclista, no estoy seguro. El autor de la futura tesis podría recordármelo, pero desde que aquella noche se sentó en un rincón, al fondo de la sala, no supe nada más de él. Podría contárselo a Grave Digger, pero me siento desganado ¿Ya llovía o empezó más tarde?
Cuando se produjo el accidente quiero decir.
18
Es agradable sentirse mecido por el viento del sur. Extraña fruta que cuelga de los álamos, sangre en las hojas y sangre en la raíz, y el viejo saxofonista ciego hamacado por la brisa del sur canturrea Body and soul (está seguro que si Hawkins pudiera escucharlo ahora, reconocería que logró penetrar el sentido de esa música más hondo que él) Detrás de sus parpados apretados, Brigid O’Shaughnessy lo mira aterrada, temblorosa y, ¡Oh Dios! Que tarde lo entiende: con amor. Aquí está la fruta para que la arranquen los cuervos, para que la lluvia la tome, para que el viento la aspire, para que el sol la pudra, hasta que finalmente la rama del álamo del que cuelga abra su mano y la suelte.
FIN
“A ass bonum adipem in lectulo et beati omnes” Protius Afranio Flaco
NOTA BENE
… “Recuerdo a Coleman, como si hubiera pasado ayer. Llegó a algún lugar y tomó una botella de coñac. Tomó un sorbo saludable, lo dejó, se colocó justo debajo del micrófono y dijo: «haga una introducción sobre ‘Cuerpo y alma’. Así que hice La introducción que se convirtió en parte de la leyenda con el disco. No sé de dónde vino, solo puse mis manos hacia abajo y salió”. Gene Rodgers, pianista.
Coleman Hawkins, tenor saxophone, directing: Tommy Lindsey and Joe Guy, trumpets; Earl Hardy, trombone; Gene Rodgers, piano.
Durante los tres minutos y ocho segundos que dura el registro, para muchos (críticos, aficionados y músicos) los más gloriosos de la historia del Jazz, Coleman “Bean” Hawkins apenas si insinúa las notas de “Body & Soul”, la balada de Johnny Green que aquella mañana, la del 11 de noviembre de l939, cuando entró en los estudios de RCA en Nueva York, ni siquiera tenía pensado tocar.
Hawkins había sido invitado por Leonard Joy, uno de los capos de la firma, para volver a grabar en EEUU tras su reciente regreso de Europa (Allá, durante cinco años, había compartido sesiones de grabación, clubes de jazz y escenarios con Benny Carter, Alix Combelle, André Ekyan, Django Reinhardt, Stéphane Grappelli y muchos otros periféricos geniales).
Acudió con los músicos con los que, todas las noches, tocaba en el club “Kelly’s Stable”: Tommy Lindsay y Joe Guy (tp), Earl Hardy (tb), Jackie Fields, Eutis Moore (as), Gene Rodgers (p), William Oscar Smith (bs), Arthur Herbert (d) y Thelma Carpenter (vcl), todos ellos profesionales competentes y anónimo que, sin la menor idea de estar haciéndolo, enfilaban directo hacia la gloria.
Finalizados los temas previstos y ensayados, Leonard Joy le sugirió a Hawking la inclusión en el disco de “Body And Soul”, tal como la había escuchado en el “Kellys’s Stable”.
La aceptación de “Bean” constituyó, en realidad, una desobediencia de tal magnitud que, tras ella y su ejecución, el horizonte del jazz, su perspectiva, había mudado.
“Si el tiempo es circular, da lo mismo empezar por cualquier lado.” Comentó Bean, después le preguntó a su pianista si se le ocurría alguna introducción para el estándar mientras él se atizaba un buen lingotazo de coñac y pergeñaba unos arreglos (mínimos, testimoniales) para el resto de sus músicos, un neblinoso paisaje de fondo.
Tras cuatro compases de Gene Rodgers comienza un Body & Soul reconocible, que dos segundos después va enrareciéndose, cuando Hawkins, con los ojos cerrados de placer (así lo recuerda Gene Rodgers) se aventura a improvisar un solo que dura nada menos que sesenta y cuatro compases en el que la melodía, una caricia extremadamente delicada, se reinventa una y otra vez mediante deliciosas sustituciones armónicas que, crecen en intensidad hasta el delirio de las notas altas finales.
Antes de ese momento —como apunta Bob Bernotas — nadie había unificado tan bien en una estructura musical improvisada elementos como dinámica, ritmo, timbre y tesitura. Y especialmente, nadie había fraseado sobre un tema tan audazmente en materia de variaciones, conservando a la vez su estructura armónica básica.
Coleman Hawkins-hay constancia- se pasó los tres días subsiguiente a la hazaña, emborrachándose y hablando de música con un guitarrista ignoto.