Los ojos secos

 

Para Marina, porque me pidió que se lo escribiera…

¿Fue Einstein el que dijo que la distinción entre pasado, presente y futuro es sólo una ilusión obstinadamente persistente? Estaba casi seguro que sí, pero no podía afirmarlo, de lo que no le cabían dudas era que ahora, toda su vida era recuerdo y que él, a los recuerdos no les creía. Ya había comprobado que todos, los buenos y los malos, eran mentiras piadosas.
Eso no supone que los espantara, al contrario, convivía con ellos y fingía ignorar que lo engañaban.

Sin esperar a que las ruedas terminaran de girar, se arrojó del sulky que lo había ido a buscar a la estación, saludó apresurado a quienes, frente a la casa, lo esperaban para darle la bienvenida, y salió disparado hacia el corral.
El Ramón, con la rienda sujeta a la altura del freno, lo miraba alejarse y, en lugar de enojarse por la desconsideración, largó una carcajada, y terminó riéndose tan fuerte, que contagió a todos los demás.
Luna, la Reina, el Moro, Sombra, el Espejo, la Nena y, hasta algún perfecto desconocido, recién llegado o de paso, se arrimaban a la alambrada al trotecito lento y él, en la medida que se acercaban, los iba reconociendo
Así fue que supo, y ni siquiera necesitó corroborarlo que allí faltaba el Firpo; lo sintió en el corazón que, durante la loca desbocada hacia el corral, había dado saltos de alegría en su pecho y, de repente, se había paralizado.
Cuando volvió con la gente, nadie hizo comentarios. Parecía que se habían puesto de acuerdo para, por lo menos delante suyo, no mencionar al potrillo, como se lo seguía llamando aunque en mayo pasado habría cumplido los tres años.
Él no hizo preguntas, porque le tenía terror a las respuestas.

Desde finales de 1943, tras la separación traumática de sus padres, y hasta 1948, el porteñito, vivió en Guaiminí, cerquita de Daireaux, centro extremo oeste de la Provincia de Buenos Aires, en una finca de unas cincuenta hectáreas, dedicada a la producción de cereales y oleaginosas, que era propiedad de su tío, Pío Zancán, cuya primera esposa, fallecida muy joven tras una complicación posparto, era hermana melliza de su madre.
“La Velia”, se llamaba la finca, en homenaje de la difunta y, aunque en 1948, para comenzar la primaria, regresó a Buenos Aires –a un estrecho departamento de Once en el que, por entonces, vivía su madre con un tal Rodolfo- volvía todos los años para pasar los meses del verano, porque poco a poco, superada la orfandad inicial, “La Velia” fue rehaciéndose dentro suyo como un lugar ingénito en el que –aunque aún no disponía de las palabras para expresarlo- presentía, con los ojos, en la piel, en el aliento, que pese a la tristeza de los anocheceres – de la que intuyó precozmente que nunca se curaría- la vida podía suceder como esa exaltación jubilosa que le provocaba el viento golpeándole la cara cuando, con Nanny y el Marito, sus primos varones, cruzaba al galope largo las extensas pasturas.
Ahora ya tenía diez años y, como dijimos, lo llamaban “El Porteñito”; al principio, la primero vez que vino a pasar las vacaciones, sólo los puebleros, pero después, cuando sus primos se dieron cuenta que eso no le gustaba, rápidamente se les sumaron. La verdad es que, tras un cierto tiempo, le fue resultando indiferente pero, para no decepcionarlos, cuando escuchaba el apodo ponía cara de enojado. Lo importante era que para el tío Pío, y para la Yoli, la hija adoptada del tío Pío y de Invención, su segunda esposa, él seguía siendo, y sería para siempre, el Pichón.
Más o menos así, porque para pormenorizar harían falta mil páginas, transcurrieron los primeros días.
Quizás sería útil anotar que algunas noches, casi todas, se despertaba llorando, y que eso lo avergonzaba tanto que se obligaba a olvidarlo, y lo olvidaba. Cuando por la mañana se le aparecía lo que creía haber soñado, sentía una tristeza pesada que le oprimía el pecho, y tenía que respirar hondo, muy hondo, para contener las lágrimas que jamás en la vida se permitiría derramar.
Pero el Pichón siempre fue así -decían todos- para él no hay términos medios, o una alegría loca, traviesa, contagiosa, o esa melancolía hermética en la que se encierra, decían. Y se acordaban de al principio, cuando lo trajeron a la finca, a los cuatro años, y no hablaba con nadie, y casi no comía, ni jugaba con los demás chicos, y de cómo a veces se quedaba un rato largo mirando el horizonte, tan fijo que asustaba.
Pero lo que importa para lo que se pretende contar ahora, es que una mañana, pasadas ya las siete, encontró al tío Pío -al que suponía trabajando desde hacía por lo menos dos horas en el campo, en Huanguelén, o donde fuere que le tocara trabajar- cebándose unos mates dulces en la cocina, fumándose un toscano y, cada tanto, anotando algo con un lápiz minúsculo en su manoseada libreta de tapas de hule negro.
Lo más raro fue que a la tía Invención, propietaria absoluta de la cocina a esas horas, no se la escuchaba por ninguna parte, y que el tío tenía una cara seria, larga y, ni siquiera contestó a sus buenos días.
Cabía la posibilidad de que no lo hubiera escuchado entrar, pero él sabía que sí, que lo había escuchado, que lo ignoraba deliberadamente, que ocurría algo más grave.
Pichón reprimió el impulso de repetir el saludo y se limitó a sentarse enfrente de su tío, dispuesto a esperar el tiempo que hiciera falta para que él rompiera el silencio.
¿Qué cosa tan mala podía haber hecho que mereciera una indiferencia tan ostensible? ¿Y si la había hecho, y de verdad era tan grave, cómo era posible que se le hubiera olvidado tan rápido?
Fue entonces que, sin preaviso, les llegó desde una cierta distancia, como un alboroto de gentío excitado, vocerío, risas, y hasta algún aplauso. Sujetarse y no salir disparado, le resultó muy difícil, pero el tío Pío, o no había oído nada, o lo que había oído no le interesaba, si hasta parecía haberse concentrado más en su libreta.
Entonces se juró que, aunque la silla le quemara el culo, iba a permanecer sentado en ella hasta que el tío se levantara de la suya, y que si no lo hacía y se desentendía del bochinche que crecía, él tampoco lo escucharía, aunque lo ensordeciera.
Justo entonces les llegó la voz excitada de la Yoli, que se alzaba para que la escucharan:
-¡El Cornelio Papá! ¡Ya llegó el Cornelio!
El Tío Pío añadió parsimonioso dos o tres apuntes a su libreta de hule negro, después, dejando el lápiz corto como marca, la cerró morosamente y, sin mirarlo, preguntó ¿Viene conmigo?

El tío Pío caminaba rápido, además sus pasos eran largos, y el Pichón casi tenía que correr para seguirle el tranco. La Yoli, jadeante, trotaba por delante de ellos, cada tanto daba vuelta la cabeza para mirarlos y se reía como si cantara.
Iban hacia el corral, de allí provenía el alboroto y, estaba muy claro que allí, a doscientos metros, apiñados frente a la tranquera, los esperaban a ellos.

En la foto -durante tantos años perdida en una caja de zapatos, y recuperada por puro azar, entre cartas marchitas atadas en manojo con una cuerda- entraban, aunque apretados, la mayoría de los que aquella mañana aguardaron a que el Cornelio, con fama de ser el mejor domador del partido, hiciera su aparición, calmoso, campechano, como solía, y apenas detrás suyo, la cabezada puesta y el ramal flojo, aquella hermosura roja que casi dolía.
Y en ella –en la foto ajada- pura opacidad, no hay realidad a la que aferrarse, ni siquiera la que pueda imaginarse que alguna vez haya sido, o vaya a saber, acaso sí que la hay, pero con tanto exceso que todo, si puede ser imaginado, lo es, incluso lo que se contradice. Porque el líquido que la fijó, la memoria, ya lo dijimos, es de un materia inconsecuente, tramposa, pero extraordinariamente exuberante.
Y, así, las sombras, las figuras, durante algunos segundos, como hacen las nubes antes que el viento las deshilache, adquieren formas reconocibles por semejanza o por deseo. Y, aunque con toda improbabilidad, ese aura bien podría ser la Yoli, la de al ladito, perfilada, como la luna en cuarto menguante, la tía Invención y, aunque casi borrado, sólo porque pareciera como si de una mano enguantada colgara un sombrero con velo de apicultor, el Zio Gigio. Y puede que en esa mancha grande en la que apenas puede descifrarse la tranquera se escondieran Nanny, el Marito, Segundo, Ramón, el Floro… ¿el tío Pio?
Entonces el Pichón se acordó de aquella noche, cuando el bautismo de la primer nieta de los Bruni. El Cornelio -hijo del compadre Justo, el puestero, que mientras se lo permitió el esqueleto fue gran domador él mismo- con su facón cortaba un trozo de carne y con la otra mano se la llevaba a la boca, cuando el Nanny, que por entonces decía que también quería domar potros, le preguntó si eso era muy difícil y en cuánto tiempo se podía aprender el oficio. El Cornelio sonrió, masticó con deleite y tras limpiarse el hocico con el antebrazo, movió dubitativo la cabeza y se quedó en silencio.
Puede que la pregunta fuese demasiado compleja, puede también que la carne, roja y jugosa, por tan sabrosa, mereciera un tiempo mayor de silencio para ser saboreada. Después se echó un buen trago y, regresando vaya a saber de qué pensamiento, respondió: No, no, si es muy fácil. Para domar un potro joven solo hace falta convertirse en otro potro, moverse como un caballo, jugar como un caballo, morder como un caballo.
Y no se piense que se estaba burlando, o fanfarreaba, como Nanny creyó al principio. Revisaba su propia respuesta y, en silencio, asentía una vez, y otra más.
El porteñito escuchaba absorto y, sin pensar que si lo escuchaban se iban a burlar, murmuró:
-A mí me habría gustado ser caballo.

Cuando, por fin, el zaino colorado oscuro, de capa oscura y brillante, cruzó el límite del corral -las crines largas y brillantes, la cola, que por muy pocos centímetros no se arrastraba, y los cabos, desde la rodilla a los garrotes, azabaches- las charlas se interrumpieron y, por un segundo, las respiraciones quedaron en suspenso.

…la gente ahora contaba que, hacía ya diez meses, el Cornelio se lo había llevado al Puesto, en Laguna Larga, adonde, con postes de quebracho colorado, se había hecho un corral redondo, de alambre, para domarlo. Pero se repetía que eso era mentira, que se había escapado la última vez que él tuvo que volverse a Buenos Aires, y que había permanecido oculto en un bosque impenetrable, o en la llanura, confundido en una manada de caballos salvajes, o en las montañas, o en algún cielo del que, por lo intensa, su llamada lo había arrancado y traído de regreso. No estaba loco, sabía lo difícil que resultaba corregir la realidad, reencauzarla para que todo sucediera como debió haber sucedido. Pero creía que, con el paso del tiempo, su historia sería cierta y que, poco a poco, si nunca la olvidaba, todo así habría ocurrido.

El potro se detuvo, clavó fuerte en el suelo las patas delanteras y con lentitud, casi solemne, sostuvo la cabeza en alto y la fue rotando, como si buscara a alguien. Pichón sabía que para que supiera que ahí estaba alcanzaba con una señal ligerísima, una leve exhalación, por ejemplo.
Y entonces, el potro lanzó a lo alto de la embriaguez del aire su largo relincho de esplendor.
Cornelio lo esperaba relajado, la rienda floja en la mano, esperando de espalda que viniera hacia él. Cuando el Firpo se detuvo detrás suyo, llevó una mano hacia atrás, y le acarició el pescuezo, el hocico, la crin, hasta que el potro apoyó la cabeza en su hombro. Entonces le dijo algo en voz muy baja.
Hubo un amago de aplausos, pero el Cornelio, que había soltado la rienda, los cortó con un gesto blando, mientras pachorriento liaba un cigarro y miraba de soslayo como el Firpo, giraba en torno suyo y, a cada vuelta, sin perder la cadencia, achicaba los círculos para ir acercándosele y, bajando la cabeza, se le paraba al lado, como atado al suelo.
Aquí lo tiene, Don Zancán, es todo suyo, dijo.
-Mío no – le contestó tío Pío, se agachó para recoger la rienda del suelo, y se la alcanzó a Segundo, para que volviera a ponérselas al caballo, después buscó al Pichón con la mirada, pero no estaba, y nadie sabía cuándo se había ido ni hacia adonde.

Aunque el Marito y Nanny conocían los sitios que el Pichón solía elegir como refugio cuando “se ponía raro”, esta vez no les fue fácil ubicarlo y, mucho más difícil, traerlo con ellos de vuelta.
La fiesta se había terminado, aquella no era una mañana de domingo, ya lo dijimos.
Así fue que cuando la Yoli vio que sus hermanos volvían con el Pichón, salió disparada para, como le habían encargado, avisarle al tío Pio que esperaba en la casa.
Al Marito le sangraba la nariz, Pichón tenía un ojo entrecerrado, Nanny, el más grande, no había sufrido daños mayores, pero sí su camisa: un desgarrón considerable.
Lo que pasó cuando el tío Pío vio el estado de los tres muchachos es que le costó decidir si los sacaba de allí a patadas o si- y por esto se decidió finalmente- le pedía al Cornelio que le alcanzara el potro, y al Pichón que se acercara.
-Aquí lo tiene- le dijo- ahora el Firpo es suyo.
Y como el muchacho no reaccionaba, le preguntó ¿Lo quiere?
Entonces Pichón recogió la rienda y el potro bajó el cuello, le arrimó la cabeza para que le acariciada la frente, y resopló satisfecho.
Esos dos están enamorados, comentó el Cornelio.

Pichón aguantaba despierto, a veces heroicamente, hasta asegurarse de que todos dormían. Amaba ese instante, demorado, milagroso, en el que el verdadero silencio de la noche, cerrado y escandaloso, tajaba limpiamente la larga transición en cuyo continuo la casa, indolentemente, había ido amodorrándose, acallando, y despegándose de ayer.
Buscó a tientas las alpargatas y, tal como estaba, en calzoncillos, escuchando con todo el cuerpo, el corazón alborotado, presagiando una puerta que se abriera crujiendo, el brillo sorpresivo de una lámpara de kerosene en lo alto de la escalera de la habitación alta, el antiguo mirador, o un ¿Quién anda ahí? estrepitoso que, tras rebotar en todos los ángulos del corredor en cruz al que daban las cuatro habitaciones de abajo y por el que se deslizaba con los sentidos de punta, como chuzos, lo paralizaría como la picadura de una yarará; se aseguró que todavía, llevaba el puñado de azúcar en la mano bien cerrada, respiró muy hondo y, tras asegurarse de que el estruendo de su respiración no había provocado un alud, corrió a tientas hacia la puerta mosquitera que destilaba una noche tan luminosa como un día plateado contra la que, dibujadas en carbonilla, se recortaban las siluetas de las cosas. La raya de sombra de la galería anterior, y a pocos metros, a su flanco, la de los veinticinco metros del pimiento; las del brocal del aljibe, con los caprichos de su alzada en arco de hierro forjado, la polea y el balde pendiente de la soga; la del horno de adobe enjalbegado y, doscientos metros más allá, la del galpón de ladrillo expuesto y chapa , en el que, durante la siembra y la cosecha, se instalaban los temporeros a los que les quedaban tres horas de sueño, de modo que cuando Pichón pasara entre sus sueños y ronquidos, en punta de alpargata y con la respiración sofocada, ni parpadearían.
Se detuvo un instante, encandilado, apretó los ojos, y escuchó el sonido como de guitarra de los hilos de agua de la acequia y, también, los de la brisa que pulsaba suave las ramas de la larga diagonal de álamos que, nacida a una legua, en Tres Lomas, fugaba hacia los espejos de “Las encadenadas”, dos leguas más arriba.
Cuando volvió a abrir los ojos, a sólo cincuenta metros, sobre la loma, bajo la enorme luna llena que esa noche había apagado las estrellas, se dibujaban, con trazos definidos, iguales a los de un pentagrama, las líneas horizontales y verticales del corral.

Allí estaban, agrupados cerquita del Jagüel, en el extremo opuesto de la alambrada, justo en diagonal a la tranquera, desde la que él los miraba. Algunos, la mayoría, dormían de pie, los otros, echados.
Se desplazó uno o dos metros y esperó.
Los grillos habían desatado un concierto vehemente. Nanny decía que así atraían a sus hembras.
El Firpo volteó la cara, irguió las orejas y, empezó a despegarse de la manada. Se le iba acercando al paso corto; Pichón por un instante tuvo miedo de que lo que veía no fuera cierto, no existiera.Sólo una ofuscación bajo la luna, llama y humo que se disiparía…
Pero el potro apuró el paso y ya estaba enfrente suyo, requiriéndolo, golpeándole suavemente con el hocico la mejilla y bajando la cabeza para que él pudiera acariciarle la frente, a cada lado de los ojos, el hocico, la crin oscura, salvaje y bruñida.

Setenta años más tarde, el viejo aún podía sentir el suave aliento húmedo del belfo palpitante del potro que recoge el azúcar de la palma de su mano y lo mastica.

Entonces, un perro grande, negro, de ojos rojos, que venteaba la noche, alzó la cabeza y aulló a la luna.
Él lo escuchó angustiado, sin poder precisar cuándo, a que luna, en cuales de los tiempos de su historia –muchos años atrás o hacía apenas un segundo- el perro negro había aullado, ni porque sabía él, si jamás lo había visto, que el perro era negro, grande y con los ojos rojos.

 

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