Es lindo revisitar los escenarios de la propia biografía libre de la responsabilidad de ser el guía del recorrido. Anoche (buscando otro dato) encontré en el libro de Héctor Negro “La verdad sobre El Pan Duro” (2007) el vívido recuerdo de unos de uno de los escenarios emblemáticos de mi historia personal y -lo corroboro en Héctor- de muchos de quienes la caminaron a mi lado (aunque solo fuera un trecho). Noa-Noa (*) tenía que ser, además de nuestra casa, nuestra isla, absolutamente íntima y absolutamente libre y abierta, democrática y elitista. Noa-Noa debería (como la Revolución) ir haciéndose permanentemente y, como la Revolución, ir haciéndose tan hermosamente como pretendíamos que se fueran haciendo nuestros poemas, nuestras pinturas, nuestra música, nuestros amores, la lógica del mundo que desde allí, con disculpable soberbia, estábamos contribuyendo a subvertir (la lógica, no el mundo). Era puro deseo, lo sabíamos –éramos deseadores pero no idiotas: En algún sitio, en algún tiempo secreto, aguardaba la muerte, lo teníamos muy claro, pero vivir como si se fuera inmortal es un lujo del que solo disfrutan los que, de hacer falta, están dispuestos a dar la vida.
Claro que Noa-Noa es apenas la metáfora de circunstancias infinitamente más serias, más intensas, más complejas y, también –todo hay que decirlo- de cierta adolescente afición a la prosopopeya y al exotismo.
Pero si cincuenta y cinco años después, cada palabra, cada pensamiento, cada rostro o circunstancia evocada, sucede en tiempo presente dentro de uno, y además, ahí, en el libro de Héctor se queda sucediendo para siempre, quiere decir que…
*Paul Gauguin tituló “Noa Noa” al diario que llevó durante su estancia en Tahití, a donde escapó buscando el paraíso perdido.