Anoche releí “Stefano” partiendo de tres premisas históricas. Las dos primeras fueron estas:
La Constitución Argentina de 1853, dispone en el artículo 20, que “Los extranjeros gozan de todos los derechos civiles del ciudadano…”. Y, en su preámbulo proclama “… y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”.
Ley de Residencia o Ley Cané (Nº 4.144) sancionada en 1902, bajo la presidencia de Julio Argentino Roca, habilitaba al gobierno a expulsar a inmigrantes sin juicio previo. Fue utilizada por sucesivos gobiernos para reprimir la organización sindical y política de los trabajadores, expulsando principalmente a anarquistas y socialistas.
STEFANO es, no caben dudas, una de las obras mayores del teatro argentino y, quizás, su expresión más universal, pese a que –o precisamente porque- el tiempo y el espacio de su acción son absolutamente reconocibles y su protagonista, producto de contingencias políticas y sociológicas puntuales, sin dejar de ser un “tipo” del teatro popular, accede a un nivel de conciencia existencial estremecedora.
Estrenada en 1928, cuando el mundo ya se sumergía en una gran crisis económica, y al país apenas le restaban dos años de estabilidad institucional, Armando Discépolo creaba, desde ese inmigrante aterrado ante el abismo que se abría entre sus sueños y la realidad, la lúcida metáfora de un gran fracaso histórico. Somos la mueca de lo que soñamos ser, decía Enrique, el hermano menor. Era el principio del fin de un optimismo ingenuo, el del paraíso agropecuario liberal con vocación de “crisol de razas”, que se inició en 1880 y que, aunque cueste creerlo, necesitó cien años para manifestarse en toda su obscenidad. No en vano Don Armando decía que “en el teatro se ve cómo es un país”. Y su teatro continúa revelándonos como es el nuestro.
La intuición de lo que después se llamó grotesco criollo estaba ya en las piezas de Carlos M. Pacheco o Florencio Sánchez, pero Discépolo es el que lo descubre, lo define, y lo dota de su poética original.
El sainete – que también nos había llegado con los inmigrantes- satisfacía esa “ansia perenne de risa” que advertía Pacheco y, durante la breve duración de los espectáculos por secciones, permitía a los espectadores observar y observarse desde una perspectiva pintoresca y, aunque no siempre, optimista.
El grotesco, distancia el costumbrismo, descubre como extrañas y siniestras las cosas que se creían familiares y, naturalmente, propone otro realismo. El grotesco, aunque conserve la localización del sainete, se despreocupa un poco de los patios y se centra en las piezas de los conventillos, esta interiorización rompe el mito de lo gregario e impone la cruda evidencia de la miseria, del hacinamiento, de la carencia de espacio personal e implica, además, otra introversión, la de los coloridos estereotipos (El tano, el gallego, el turco, etc.) que, sin psicologismos, se revelan complejos, equívocos, desarraigados. Y, sin embargo, éste es un género extraordinariamente cómico, ¿hay en el teatro argentino una figura más cómica por patética que este Stefano, que cree ser un Verdi o un Puccini y se descubre incapaz de “embocar” una nota con su trombón? Lo que realmente le ocurre es que ya no tiene qué cantar: “El canto se ha perdido, se lo han llevado. Lo puse en el pan… y me lo han comido”
Y, en esta peripecia que es también la de un conflicto generacional, él está definitivamente excluido de la historia, su padre tiene un pasado, su hijo, aunque problemático, un futuro, Stéfano, en cambio, carece de tiempo y espacio, es el excluido de una realidad progresivamente más excluyente y a la que no puede atrapar ni siquiera por su lenguaje, que le es ajeno. Cada intento de nombrarla se transforma en un chiste verbal, el cocoliche, que, aunque connote una patética frustración, es irremediablemente gracioso, y Armando Discépolo decía que lo serio y lo cómico se suceden o preceden recíprocamente como la sombra y el cuerpo.
Armando Discépolo estrenó su última obra en 1934 y vivió hasta 1971. Durante esos años dirigió teatro pero mantuvo, como autor, un silencio público escrupuloso. Esto motivó interpretaciones variadas y, muchas veces, caprichosas. La clave puede estar en estas palabras de Stefano: “Cosa inexplicable, la tristeza de la ostra. Tiene la aurora dentro, y el mar, y el cielo, y está triste… como una ostra… No sabemos nada. Uh… quién sabe qué canto canta que no lo oímos… A lo mejor es talento, su silencio”.
¡Vaya a Saber!
Conocí a Armando Discépolo en 1966, en el Teatro San Telmo, me lo presentó Carlos Gorostiza, se estrenaba una obra mía, “Volver a Carmensa”, y el lo invitó sin prevenirme. Finalizada la función me lo presentó. Le había gustado mi obra, pero agregó: “Usted es muy joven ¿para que tanto dolor? ¿Vale pena? ¿Usted cree que alguien se da cuenta?”
La tercera referencia era, y la lectura la confirmó, la siguiente:
El Gobierno, mediante el DNU 70/2017, firmado por el presidente, Mauricio Macri, formalizó cambios en la Ley de Migraciones ((ley N° 25.871) sancionado en 2013 por el Congreso Nacional. El reciente decreto autoriza a .la Dirección Nacional de Migraciones la potestad “de cancelar la residencia que hubiese otorgado, cualquiera fuese su antigüedad, categoría o causa de la admisión, y dispondrá la posterior expulsión”
La conclusión inevitable, por lo menos para mí, es que una gran obra, cualquiera sea el tiempo de su acción, siempre refiera a una realidad acechante.
Valery dejó escrito que la historia es la ciencia de lo que nunca sucede dos veces. Puede que tuviera razón, pero hay una solo manera de estar seguros de que lo que creemos muerto está, en efecto, muerto: No olvidarse del tiro de gracia.
(*) La foto registra una detención durante una manifestación de 1902, contra la sanción de la ley 4144.