Hubo un tiempo (coincidió casualmente con el de mi adolescencia) en el que la literatura quemaba, literalmente, quemaba.
Un solo ejemplo: ¿Recuerdan la noche aquella de “El Rojo y el Negro”, de Sthendal, en la que en el jardín de la casa de campo de los Rênal, Julien Sorel, pálido, delgado, inquieto como un niño, sentado entre la bellísima señora de Rênal, la alcaldesa- de cuyos hijos era preceptor- y su prima, la señora Derville, escucha que el reloj del castillo deja oír los tres cuartos para las diez, y él que se ha jurado que cuando suenen las diez, exactamente, apretará fuertemente con su mano la de la señora Renal o, si no se atreve a hacerlo, subirá a su cuarto y se levantaré la tapa de los sesos?
Nunca más existieron (que yo sepa) novelas tan hermosas ni turbadoras como aquellas y, aunque cuando las leí, llevaban ya montones de años escritas, juro que a mí me tocó saborearlas en los momentos precisos en que, como los buenos vinos, tras una larga siesta, habían alcanzado la plenitud de su sabor y/o mis papilas gustativas estaban, finalmente, en condiciones de catarlas.