Intento resultar agradable, ameno, incluso encantador, y pruebo con una broma. Cualquiera. La primera tontería que me pasa por la cabeza y que me parece graciosa. Pero, compruebo (una vez más) que la gente no entiende el sentido de mi humor y tras un segundo de sorpresa y estupefacción, sus rostros manifiestan un desagrado profundo. Lo que sigue es que se alejan ostentosamente de mí lado (algunos con estrépito, otros profiriendo improperios o, peor, amenazas).
Entonces intento arreglarlo. Acepto un exilio provisorio y, al ratito (digamos una media hora), inicio un prudente merodeo a distancia, respetuoso, compungido, y espero pacientemente la más ligera señal de absolución. Si la percibo –es decir, si aquellos con quienes fracasé in principium con mi ensayo de sociabilidad, no emiten señales de la inutilidad de mi insistencia, inicio (naturalmente con la misma discreción y el mismo tiempo desmayado de sus apenas discernibles sonrisas misericordiosas) un casi inapreciable acorte de distancias y así, con esa atentísima gradualidad, termino reintegrándome al rebaño. Ya en él, mantengo un silencio riguroso, tan respetuoso, y tan abstraído, y tan elocuente que parece eterno, que parece un reproche, una venganza, y no, no lo es de ninguna manera. Por lo que hablo, mejor expresado: balbuceo. Los miro uno a uno como si reconocerlos me significara un gran esfuerzo, como si despertara de un sueño muy profundo, carraspeo y, por fin, enuncio un pensamiento. Uno sólo. Un gran pensamiento. Una idea grave, íntima, dolorosa, abismal. Lo que sigue se cumple en este orden: Breve mutismo, miradas que se entrecruzan y enseguida, un estallido, una carcajada general. palmadas aprobatorias en el hombro, comentarios jocosos de todo tipo, etcétera.
No tardo en retirarme (invariablemente, tras determinadas experiencias –y ésta parece ser una de ellas- caigo en depresiones muy profundas) puedo apreciar, sin embargo, que el clima de la reunión que abandono se ha distendido notablemente y que reina en ella una sana alegría.