Pasaron dieciséis años de “La Carretera” y, la mejor noticia posible, Cormack McCarthy, un escritor descomunal, ha vuelto a publicar. “El pasajero” y “Stella Maris”, son dos novelas que funcionan cada una, como parte desgajada pero absolutamente necesaria de la otra, y así se complementan y, así, recíprocamente, se desmesuran, y esa, exactamente, también es la mecánica por la que, a través de una cronología desquiciada, Bobby Western, y su hermana Alicia, sus protagonistas, se asocian tan poderosamente.
No es que McCarthy a los 90 años se supere a sí mismo, “Meridiano de Sangre”, “La trilogía de la frontera”, “Suttree”, “No es país para viejos”, “La Carretera”, incluso la inicial “El guardián del Vergel”, son obras insuperables: ocurre que el largo viaje, la extensión de su experiencia existencial ha reconfirmado y abismado su precoz y agudo presentimiento de la entropía:
(…) nosotros somos diez por ciento biología y noventa por ciento rumor nocturno”
Pero estas líneas no pretenden ensayar una crítica literaria, tan sólo testimoniar mi admiración (también mi deslumbrado desconcierto) y, sobre todo, contarles que, finalizando el capítulo III de “El Pasajero”, después de que Grogan, uno de los peripatéticos especímes de la troupe lunar del Chico Talidomida, partenaires de las alucinaciones de Alicia (ingresada por decisión propia en el Stella Maris, un hospital psiquiátrico en Wisconsin, y diagnosticada con esquizofrenia paranoide) se quita la gorra, la aprieta con el brazo extendido al frente, y canta, con la melodía de «Molly Brannigan»: Them old cangrejos/ Is a-leapin in me lederhosen/ Why I bedded with the bitch/ Is somethin only Jesus knows/ etcétera; después de ese delirio en el que el algún crítico percibió un discreto toque a lo Beckett y que a mí me suena a puro Lewis Carroll, decía, yo me apliqué a buscar y escuchar en YouTube diversos grabaciones de esa antigua canción irlandesa que, acabo de enterarme, apareció manuscrita en 1847, entre las canciones de John Hume, y tuvo una amplia circulación en los cancioneros populares, tanto en Irlanda como en América.
No me privé, por supuesto de los registros históricos de John McCormack, o Tom Lenihan, dos leyendas, pero la versión que me rompió la cabeza y me convenció de que merecía ser compartida con mis amigos, fue la realizada en Alemania por la cantante, violinista, intérprete de banjo, etc. Rhiannon Giddens.
A propósito (y termino): James Joyce, cuando recibía invitados, solía sentarse al piano y, con su hermosa voz de tenor, entonaba antiguas canciones irlandesas. “Molly Brannigan” estaba en su repertorio y sobre ella había compuesto una parodia, “Molly Bloomagain” que era, sin duda, era una parodia de su propia Molly Bloom.