De María Guerrero existe un abundante material iconográfico. Entre ellos, naturalmente, destacan retratos como el famosísimo de Joaquín Sorolla, de 1906, en el que es difícil no reconocer al modelo de la estatuilla que todos los años entrega a sus premiados la Asociación de Amigos del Teatro Cervantes -una muy velazqueña Dama Boba – o el de Raimundo de Madrazo (C.1933), que la pinta con el hábito de las Calatravas que correspondía a su personaje de Doña Inés del Don Juan Tenorio de José Zorrilla, etc.
Me interesa, sin embargo, por lo que estamos tratando, destacar un oleo de Emilio Sala, uno de los más destacados retratistas de la época, que, durante mi última visita al Museo del Prado, en enero de 1911, me sorprendió por su notable intuición psicológica. Es de 1878 y se titula «María Guerrero, niña». Quiero, sin más comentarios personales, reproducir la referencia que ilustra su exposición: “Rodeada desde niña de un ambiente artístico, la futura actriz, aquí con tan solo 10 años, desarrolló una auténtica obsesión por su propia imagen y fue retratada por los principales pintores del momento» (Las negritas de la referencia son de mi entera responsabilidad.)
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María Ana Guerrero Torija , María Guerrero como nombre artístico, o «Doña María La Brava» si se busca asociar la personalidad de la actriz al personaje que Marquina le escribió en homenaje (cuatro años después que el periodista Mariano de Cavia, en 1895, usara el mismo apelativo no tan elogiosamente), fue quizás la actriz más completa (de la que tenemos información) en la historia del teatro español, y su avasallante presencia en el acontecer artístico de esos años de decadencia colonial y difusas, críticas y contradictorias propuestas culturales, nos la proponen como un modelo ideal para penetrar algunas de sus claves Por ejemplo, el paso del regeneracionismo finisecular español al peculiar modernismo que se encamina hacia la exacerbación del nacionalismo histórico y poético y, en fin, a la reconciliación de los pueblos hispanoamericanos con la cultura tradicional metropolitana difundida por la actriz en su frecuentes y rentables giras por estos territorios. Un españolismo,- puntualiza Carmen Menéndez Onrubia, en una ponencia que realizó para el Seminario que acompañó la XXII edición del Festival de Almagro de 1999 («Autoras y Actrices en la historia del teatro español», edición de Luciano García Lorenzo) – que “si bien tuvo el extraordinario éxito histórico de recuperar y de reconciliar las culturas hispánicas con sus orígenes metropolitanos en detrimento de los influjos franceses y norteamericanos, también tuvo el desacierto de suscitar y de respaldar en la península las actitudes y los valores más reaccionarios en las circunstancias más críticas y, con ello, favorecer la desvertebración socioeconómica que culminó en la Guerra Civil y en la consiguiente dictadura franquista”. Paradigmas de esos cambios de rumbo, cada uno en su estilo, son Eduardo Marquina, el autor central de la reacción teatral -pseudohistórica y en verso- quien caracterizaría el tiempo histórico en el que precisamente se produjo su asociación con la actriz, como “significativo de la mascarada internacional, masónica y comunista (…) nauseabundo reflejo del odio contra España, acumulado desde la Reforma ( …) preludio de lo que habría de ser el último asalto, bajo la férula soviética, a la honrada hombría del sentido católico y español de la vida” y, no en menor medida, el aristócrata Fernando Díaz de Mendoza, que apenas comenzada su carrera de actor se había casado con la actriz, y que tan eficaz se demostró en su trabajo de Pigmalión: ir transformándola en el modelo de distinción natural y de elegancia femenina entre la alta burguesía conservadora, lo que, rápidamente la condujo, no sólo a la ruptura con los autores que, como Ángel Guimará y Benito Pérez Galdós, expresaban ese naturalismo regeneracionista hacia al que ella parecía predispuesta por temperamento y formación, sino a encarnar simbólicamente sus valores opuestos.
Hay, entre muchos otros, un costado de la biografía de María Guerrero que también señala Menéndez Onrubia y me parece importante destacar, es el que hace a su precoz talento como empresaria teatral (vocación que heredó de su padre, Ramón Guerrero, de oficio tapicero y decorador) que consiguió para ella, en 1894, la licencia de explotación del Teatro Español y (tras la recuperación de éste por su dueño, el Ayuntamiento de Madrid) puso sus influencias a disposición del matrimonio Guerrero-Díaz de Mendoza para la compra, en 1909, del Teatro de La Princesa (el actual María Guerrero, sede del Centro Dramático Nacional, de España). En la ponencia que nos ocupa, su autora subraya lo costoso de la remodelación del Teatro Español, también el de La Princesa y, los datos a los que deberíamos estar más atentos, que refieren a la construcción del Teatro Cervantes de Buenos Aires (más de tres millones de deuda, etc.).
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El 26 de mayo de 1897 se produce el debut en el Teatro Odeón de Buenos Aires, de la Compañía dramática española de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza en su primera gira americana. Con el paso de los años y la regularidad de las visitas se convertirán en favoritos del público porteño.
Casi dos décadas más tarde, en 1918, María Guerrero manifestó su deseo (ella lo llamó “sueño”) de construir en Buenos Aires «un gran teatro dotado de un escenario suntuoso y admirable».
Además de desarrollar en él su arte, pretendía abrirlo a los grandes acontecimientos teatrales del mundo y, muy especialmente, a las compañías colegas argentinas
Veinticuatro años después el sueño era una realidad.
El domingo 4 de septiembre de 1921, diecisiete días antes de su inauguración anunciada, los fundadores del flamante Teatro Cervantes de Buenos Aires, iniciaron su andadura reconociendo el “derecho de la primera noche” a quienes les correspondía por derecho: una fiesta de beneficencia en la que estaban representadas, especialmente por sus damas, algunos de los apellidos imprescindibles de la sociedad porteña, esos que -como los de la duquesa de Guermantes de Proust- resultan eternos ya que, aunque las personas que los ostentan mueran, permanecen con rostros nuevos: Unzué de Alvear, Unzué de Quintana, Martínez de Hoz, Torquins, Braun Menéndez, Madero, Saavedra, Díaz Vélez, etc.
Las plateas, en un alarde técnico, se elevaron para el evento al nivel del escenario.
Posteriormente, el lunes 5 (*) la compañía Guerrero-Díaz de Mendoza inauguró, esta vez oficialmente, el Teatro Cervantes.
Naturalmente, el número central de la fiesta le correspondió a una breve adaptación de La dama boba, de Lope de Vega, obra con la que María Guerrero había iniciado su ya largo idilio con Buenos Aires.
“(…) La acogida entusiasta tributada por la Sociedad Argentina, imborrable, ha de quedar en la mente de cuantos asistieron al mágico y aristocrático espectáculo de la inauguración”. Constataba Plus Ultra, la revista que asumía en Buenos Aires los valores éticos y estéticos del hispanismo reaccionario; en cuanto al cronista de La Nación, escribía en éxtasis: “El palco escénico se transformó en un verdadero jardín de flores, tal era el número de ramos y canastos que sus amigos y admiradores, y lo más selecto de nuestra sociedad habían enviado a sus artistas preferidos. El calor con que el público celebró el acontecimiento, daba la impresión de que se festejaba un triunfo del que participaban todos los concurrentes.” y su relato es, por sobre tanta retórica, extraordinariamente agudo. En efecto, los espectadores, -los más selectos de ellos- eran copropietarios literales de ese triunfo, y en un porcentaje que excedía el del placer artístico de la velada. El Cervantes resulta magnifico sí, pero también económicamente exorbitante. El patrimonio de los artistas se ha demostrado Insuficiente para finalizarlo y han debido recurrir a créditos hipotecarios y a la venta de buena parte de los palcos bajos que pasan a ser propiedad del Círculo de Armas, la sucesión Santamarina, y otros particulares y tribus selectas. Ésta práctica ayudó a finalizar las obras, pero terminó demostrándose perversa, y no sólo porque disminuyó hasta la insustancialidad las ventas de entradas por taquilla, sino porque facultó las insolentes intromisiones de sus propietarios. Un ejemplo, entre muchos otros: el uso discrecional de la Sala para los bailes con los que era moda, entre las mejores familias, presentar en sociedad a sus quinceañeras.
La clase alta porteña -a trece años de la inauguración del Colón- disponía así de otro espléndido espejo social en el que observarse, pavonearse, celebrarse.
Lo que sigue es menos glamoroso: la temporada de los Guerrero-Mendoza se cumple ese año sin demasiados sobresaltos, pero, también con previsibilidad: Tamayo y Baus, Fernández Ardavin, Muñoz Seca, Echegaray, los consabidos Álvarez Quinteros, López Pinillos, componen un acompañamiento poco lucido para Lope y Calderón. En eso, más o menos, quedan las ofertas españolas, sin una mínima apertura para aquellas dramaturgias -las de Valle Inclán, Ramón Gómez de la Serna, Jacinto Grau, Corpus Bargas, Max Aub o Federico García Lorca que, para ese tiempo, ya había estrenado El maleficio de la mariposa- que, en la península, se expresaban en consonancia con las nuevas experiencias estéticas del resto del mundo, y -otro mito que se desvanece- aunque buscamos prolijamente, una sola obra de autor argentino: Una bala perdida de Enrique García Velloso, en escena del 20 al 24 de octubre.
Me haría muy dichoso decir que los artistas por entonces en huelga, encontraron un refugio solidario en el flamante Teatro Cervantes, pero mentiría. Cuando necesitaron espacios para sostenerse y no perder contacto con un público que los apoyaba generosamente, lo encontraron en las salas barriales o suburbanas, la del Boedo, por ejemplo, Verdi de la Boca, Pueyrredón, de Flores, “Fenix” de Floresta, Mitre de Avellaneda, etcétera.
Cuando por fin un día el Cervantes fue anfitrión del teatro argentino, optó por la Unión Argentina de Actores, que el 29 de octubre de ese mismo año realizó un Gran Festival artístico a beneficio de su caja de socorros mutuos.
Es bueno recordar que, partiendo de un vago concepto de “libertad de producción”, esta “Unión” rápidamente improvisada por los actores-empresarios, se aprestaba a celebrar un “Pacto de reciprocidad” con la Sociedad de Empresarios y el Círculo de Autores para asegurarse la hegemonía corporativa de todas las manifestaciones teatrales.
En este transcurso, la administración y gestión económica del Teatro Cervantes se van demostrando decididamente negligentes, el propio Díaz de Mendoza terminará reconociéndolo, y si a esto se le suma la historia de las ventas anticipadas de palcos “de por vida”, se explica que los fundadores del Cervantes vayan cediendo, poco a poco, capacidad de decisión sobre su programación futura y –si alguna vez pensaron en ella- su función social.
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Corre el año 1925. El dramaturgo Enrique García Velloso, consejero de la Comisión Nacional de Bellas Artes y vicedirector del Conservatorio Nacional de Música y Declamación, que se había creado en 1924, propone que el Estado adquiera el edificio del Teatro Cervantes. Estas son algunas de las razones de su pedido: «Todos ustedes conocen esta soberbia casa de arte y todos están al cabo de las desventuras financieras que desde antes de su terminación, pesaron sobre sus ilustres iniciadores y propietarios (…) De un momento a otro se producirá el crack definitivo; y pensando dolorosamente que el magnífico teatro pase a manos mercenarias, aconsejo su rápida adquisición al gobierno nacional y su entrega a la Comisión de Bellas Artes (…) Asumo la responsabilidad y la indiscreción que comporta descubrir el estado financiero que ha ocasionado el fracaso material de los dos grandes artistas, tan ligados a la cultura teatral de Buenos Aires. Don Fernando Díaz de Mendoza y doña María Guerrero no podrán ya conjurar el desastre. Voy a arriesgarme a la indiscreción de puntualizar con cifras dicho desastre». Y lo hace.
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A Fernando Díaz de Mendoza, más allá de la bancarrota, el trauma parece haberle dejado algunas enseñanzas útiles para el futuro. Juan Aguilera Sastre, a quien la figura de este actor -empresario, por lo leído en su libro El debate sobre el
Teatro Nacional en España (1900- 1939)- Ideología y Estética, editado en 2002 por el Centro de Documentación Teatral, no parece “por su aristocratismo elitista y excluyente, y su ánimo voraz de acaparar teatros o de obtener favores de distintas instancias por medios no siempre y del todo limpios” (Sic) caerle demasiado bien. Cuenta como, tras la liquidación del Cervantes, y aprovechando sus relaciones con algunos personajes centrales de la dictadura de Primo de Rivera, logró, muerta ya María Guerrero, endosarle al Estado, por al precio de 800.000 pesetas de entonces (que no era poco) el edificio del Teatro de la Princesa que se utilizó como sede del Conservatorio de Música y Declamación, con sesiones ocasionales para funciones teatrales y festivales. Una historia, como se ve, que no nos suena exótica.
Con extrema gentileza el Centro de Documentación Teatral del Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música de España, me ha permitido acceder a inestimables materiales que hacen a cuestiones centrales de mi libro El Cervantes. Ideas de Teatro Nacional, editado por el Teatro Nacional Cervantes en 2011; tras su lectura no me quedan dudas de que el proyecto amañado durante la dictadura de Primo de Rivera para que una compañía célebre desempeñase, de hecho, las funciones de Teatro Nacional, estaba confeccionado a la medida de la de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza.
Durante el régimen político democrático que existió en España entre el 14 de abril de 1931, fecha de la proclamación de la República, en sustitución de la monarquía de Alfonso XIII, y el 1 de abril de 1939, fecha del final de la Guerra Civil Española, se ensayaron emprendimientos teatrales cuantitativa y cualitativamente asombrosos: el Teatro del Pueblo de las Misiones Pedagógicas, La Barraca de García Lorca, el Teatro Escuela de Arte de Rivas Cherif, etc.
La sublevación militar dio, por supuesto, un final abrupto y sangriento a todas estos Frentes Culturales y, aunque los Guerrero ya no vivían, allí permanecían sus amigos para, aunque sea por un tiempo, retomar la posta.
(*) El matrimonio Díaz de Mendoza-Guerrero, coincidentemente, se estrenaba como abuelos: apenas ocho días atrás su primogénito, Fernando, les había regalado un nieto.
La madre, también actriz, se llamaba Carola Fernán Gómez y apenas conocido el embarazo, había sido cedida a la Compañía de Antonia Plana y Emilio Díaz que iniciaba su gira sudamericana. Aunque el parto se había producido en Lima (Perú), los traslados de esa Compañía obligaron a aplazar la inscripción del recién nacido hasta el arribo a la capital argentina. Parece, sin embargo que la noticia del suceso no hizo felices a los abuelos paternos, por lo que, legal y socialmente, la ignoraron.
Cuando María Guerrero falleció en 1928, su hijo, finalmente se atrevió a pedir la mano de Carola, pero ésta no aceptó casarse con el hombre al que una vez amó. En cuanto al sujeto inocente de este asunto, el futuro gran actor, dramaturgo y cineasta, Fernando Fernán Gómez, mantuvo siempre hacia su padre, que aunque nunca lo reconoció legalmente intentó conectarse con él, una actitud desdeñosa. Su madre, en cambio, siempre recibió de él amor, agradecimiento y, una vez perdida, un emocionado recuerdo. Todo esto (calificado durante muchos años -y por personajes honorables y absolutamente confiables- como rumores maliciosos) fue haciéndose evidente más allá de la moderación de las pistas detectables en las autobiografías del gran actor (El olvido y la memoria, ed. Triunfo, n° 3, 6ª época, enero de 1981; El tiempo amarillo: Memorias I (1921-1943) y II (1943-1987). Madrid, Debate, 1990, y El tiempo amarillo: Memorias ampliadas (1921-1997), Madrid, Debate, 1998) con lentitud y naturalidad. Finalmente, tras su fallecimiento, su viuda, la actriz Emma Cohen, autorizó -ausentes ya los protagonistas centrales de la historia- disponer oficial y libremente de estos datos biográficos.
Hay una suerte de justicia poética en la forma en que esto concluye: en pleno centro madrileño (Plaza Colón), el antiguo Centro Cultural de la Villa se llama ahora «Teatro Ferando Fernán Gómez» y se encuentra a muy pocas calles del «María Guerrero» (desde 1978, sede del Centro Dramático Nacional).
Fernando Fernán Gómez mantuvo durante más de 50 años la nacionalidad argentina