(A Elías S. Wainer)
La vida es un tango, y si te resbalás, seguí bailando. Anónimo
El tango, dicen los hombres sabios, fue en el origen solo danza, nació como danza, fruta no buscada, casi azarosa de la promiscuidad prostibularia del arrabal.
Los músicos, de oreja nomás, porque no sabían leer partituras, se trasmitían, al tarareo, de ejecutante a ejecutante, una música nueva que iban fantaseando sobre viejos aires de habaneras, chotis y milongas.
Y esa educación se impartió principalmente en los prostíbulos, trinquetes, academias y casas de confianza: “Reptil de lupanar”, lo bautizó Lugones.
Allí los celebrantes, macho y hembra, impuros, se descubrían artistas, la danza los redimía, y anudarse al otro, traer el cuerpo del otro al propio cuerpo, era crear una belleza en la que podía percibirse un aire de divinidad.
Alguien describe escueto: “rostro contra rostro, pecho contra pecho, vientre contra vientre, muslo contra muslo, pulso contra pulso” y Last Reason, leyenda de la literatura popular, en una de sus crónicas de la legendaria “Crítica” de 1920, abunda: “Los hombros suben; la cabeza se tuerce como para dormirse en la almohada que brinda la melena del bulo que se pliega a la quebrada del varón y sigue con su cuerpo que le va marcando el movimiento. Y allá abajo, las piernas se entrecruzan, se rozan y se besan, desde la cadera hasta las rodillas”. Lo cual puede ser pecaminoso o sublime.
Y hasta Borges que alguna vez criticó al tango por llorón y sentimental, a tal punto que sus cantores le recordaban a un rufián estrafalario y grotesco y hasta llegó a confesar que una de sus pesadillas recurrentes era imaginarlo a Perón cantando un tango, se vio forzado a reconocer la autenticidad de Los tangos primordiales, “El caburé”, “El cuzquito”, “El flete”, “El apache argentino”, “Una noche de garufa” y “Hotel Victoria” que –así lo debió reconocerlo: “atestiguan la valentía chocarrera del arrabal, y letra y música se ayudaban….”
Sin embargo Borges era -el mismo lo confesó- “un sordo musical” y aunque no se priva de desparramarlos, sus testimonios tangueros son, por lo general, puro prejuicio.
Empezamos diciendo que el tango era esencialmente danza, (lo que de ninguna manera invalida el enorme talento de muchos de sus poetas) y desde aquellos ágiles cortes orilleros, casi canallas, la coreografía, sin perder compadrada, se hizo puro dibujo, alarde en el que la metáfora sexual fue solo eso, metáfora…o vaya a saber, y, hasta cambió el paisaje: sin dejar de ser orilla, fue barriada, un tango de patios suburbanos, de barrios amados, de reuniones familiares, de milongas de clubes, etcétera.
En el fondo, latía una mística idéntica: ¿cómo no iba a lucir el animal de tango, compadrito o niño bien, poeta, músico, actor, oficinista, fiolo o padre de familia, filosofo, cantor, milonguita o “señora de su casa”…como no iban a lucir, digo, todo el que de una u otra forma se vio reflejado en su espejo híbrido, en su ritmo de increíbles alquimias, como un título de nobleza, como una consumación, como la gran orden al mérito: “Bailarín de tango”.
Y esto, con todo orgullo y humildad, nos incluye también a usted y a mí. Apenas si hay que atreverse, a compartir la pista con aquel Bianquet “El cachafaz” (que, para Andrés Chinarro, forma junto a Gardel y Arolas, el trío celestial del tango) con el vasco Aín, con el “morocho” Urdanz, Virulazo, Copes, María Nieves o esa María la Vasca a la que -para que se luciera- Rosendo Mendizábal le compuso “El entrerriano”.
Guiraldes, aunque fuera Guiraldes y hubiera escrito “Don Segundo Sombra”, cuando bailaba un tango, era más Don Ricardo que nunca, y aunque Elías Alippi significara como actor la serenidad, la espontaneidad y el talento que nace del vértigo y la calma, si alguien le preguntaba –y hay constancia de que se lo preguntaron- ¿Qué sabés hacer vos?, contestaba “bailar. Yo bailo tangos”.
A Pepe Portogalo más que por ser el poeta de “Tumulto” “Tregua” y “Luz liberada”, le gustaba ser reconocido como “el que baila tangos en Villa Ortúzar…” y ni Doña Victoria Ocampo puede evitar cierta canchereada de milonguita: “Tomando las máximas precauciones para no ser pescados, nos encerrábamos en una salita, en lo que es hoy la platea del cine Ambassador. Se bailaba tango la tarde entera. Los campeones de esas memorables jornadas eran Ricardo Guiraldes y Vicente Madero. Éramos jóvenes y aquello de “fané y descangayada” no se aplicaba a nuestros cuerpos ágiles e incansables. Eso fue para mí el tango”
Entonces, desde la mirada social de los escritores del grupo Boedo, hasta la pituquería afrancesada de la revista “Sur”, esa música, esa poesía, esa danza parece ser, fatalmente, el reflejo de aquella mitología de puñales que, aunque no le gustara a J.L.B. desató en la noche de la esquina rosada, quizás sin proponérselo, la Lujanera…
Pero el Tango Argentino fue más que eso y pasó, necesariamente pasó (o ya sería pura arqueología o estaría olvidado) de las casas “non santas” a los bailes del patio suburbano, a las reuniones familiares, sociales, a las gestas y a los gestos que nos hicieron esto, mucho o poco, que somos como comunidad, como patria…
Hay otra sentimiento en la que los Argentinos comulgamos, nos hace reconocibles, cómplices y antagónicos. Me gustaría concluir con una cita en la que Homero Guglielmini encuentra al tango en la forma de jugar al fútbol que tiene el criollo…
“Allí rebrotará el tango veterano, acaso con los cortes y quebradas de los buenos viejos tiempos, y sobre la cancha de la milonga se reiterará el floreo ágil, sinuoso, compadrito, que hemos visto ejecutar alrededor de la pelota. Porque al fútbol y al tango se les ocurre a veces la pifiada compadrita que hacen resbalar la pelota y el taco en zumbón amago. Fiesta argentina por esencia en que entran a tallar su cuarto a espadas la pista de la pampa, la agachada del tango, el vistear del criollo, la travesura del porteño, el calor macizo de la hinchada, ese es el fútbol, el fútbol con sus banderolas enloquecidas en el cielo, con sus pies de danzarín en el suelo”