Esto trata de un pájaro ya extinguido.
Sobra, por irrelevante, su taxonomía: filogenia, especie, color de plumaje, vuelo, dieta, canto (gorjeo, trino, borboteo, silbido), y todo eso.
Para clasificarlo basta apuntar “inquieto, curioso, iconoclasta”.
Su hábitat era un bosque feraz y exorbitante en el que abundaban los alimentos y las hembras de su especie, el clima era benigno en invierno y en verano, y carecía de depredadores de cuidado.
El pájaro, sin embargo, no era feliz.
Intuía que ese, su bosque, no era todo. Que había más, y ese linde sospechado, ese saberse habitante de una jaula, lo humillaba.
Se decidió entonces a cruzar la frontera, dejarla atrás, perderla, disfrutar de un horizonte siempre en fuga y de la agradable nostalgia de lo desdeñado.
Aprendió a volar soñando que volaba, a despertarse comprobando que en efecto volaba y, a también a volar en duermevela.
Así hasta que – tras una siesta extraordinariamente prolongada- abrió los ojos y supo -ya que reconocía ese cielo, esa brisa, esos rumores- que había regresado…
Después la vida volvió a ser lo que había sido: se alimentó, mudó el plumaje, se apareó, etcétera, y aunque era cierta (la vida, digo) ciertamente no lo era. Él mismo ya no lo era.
El obsesivo indagador se había convertido al pesimismo metafísico. “…no saber nada, no ser nada, no poder llegar a alcanzar nada” se repetía, ignorando que citaba a Leopardi.
Y, pensando eso y tanto, la lucha contra su naturaleza estaba perdida de antemano.
Se trataba de un adicto, y como tal, recayó en viejos hábitos (Observar, preguntarse, contemplar el infinito con deseo).
…Y en eso estaba, absorto, cuando fue sobresaltado por la algarabía de una bandada de herrerillos, carboneros y reyezuelos adolescentes, que confraternizaban y que de improviso, porque sí – seguramente para liberar energía- se dispararon y surcaron el cielo en todas las direcciones. Observó un rato largo como se abrían en círculos, se interceptaban, repetían una y cien veces sus juegos de fugas y contrafugas y, para continuar allí la jarana, regresaban a la rama del lapacho desde la que habían despegado.
Y, por supuesto, poco después volvió a partir.
Pero esta vez, tras carretear un buen trecho, giró sorpresivamente en semicírculo y despegó en sentido contrario a su horizonte original.
…
Ocurrió, naturalmente, lo que debía ocurrir, ocurrió lo que, porque no hay dos sin tres, todos presuponemos: el cielo, la brisa, los murmullos inconfundibles y la realidad que se finge inmutable.
De este viaje concluyó que el sentido del impulso (cualquiera fuera) era un sinsentido.
Más allá de esa consecuencia ominosa, existió un tercer experimento que, aunque llevado a cabo tan escrupulosamente como los dos primeros, respondía exclusivamente al irrenunciable imperativo moral de registrar lealmente el fracaso.
Esperó toda la noche sin ansiedad, curiosidad o esperanza, y apenas despuntó el amanecer se zambulló al espacio, como un nadador pero hacia arriba (ya que esta vez había imaginado un itinerario vertical) y, así, aceleró frenéticamente, creyéndose -o haciendo como que se creía- una flecha, un cohete espacial, un pájaro que se suicida al revés (es decir que se des-suicida), y algunos miles de kilómetros después admitió que las alas eran un lastre, y cesó de agitarlas y también con la perfecta parálisis de la consciencia dejó de hacer «como que se creía» (un cohete, una flecha e incluso un pájaro) porque no creerse le resultaba más liviano y ascendía con mayor rapidez y fue, sin necesidad de creérselo, una plomada.
Y rendido, entregado, pensó:
Pero se precipitaba vertiginosamente hacia el centro de la tierra, y esa fue la razón por la que le faltó tiempo para descifrar su descubrimiento.