A la mujer amada y perdida, Hölderlin le dio el nombre de Diotima (una sacerdotisa de Mantinea) porque en ella, en la sabiduría y el erotismo con la que inició a Sócrates en esos tópicos, el poeta confirmó sus intuiciones acerca del amor físico y espiritual y, también de la belleza. Él, por un cortísimo tiempo, tuvo a su Diotima, de la que fue separado brutalmente. El precio de tan fugaz epifanía, fue la locura. En un breve poema que titula “La despedida”, Hölderlin imagina una larga separación de la amada que finalmente los hará forasteros uno de otro, incluso prefigura un reencuentro en que el deseo ya se habrá desangrado y entre ellos sucederá apenas una recíproca mirada de amable reconocimiento. El final hipototético es dulce, pero en lo más profundo, triste, y además, permite suponer una secuencia alternativa, en la que Hiperión y Diotima pasarán uno al lado del otro y se mirarán, en efecto, pero sin reconocerse.
Podría inventase una metáfora
¿Con el destello de esa luz indecible
que precede un segundo al despertar del día?
¿Con la música azul de la noche
que provoca el palpitar de los astros?
Pero no
no le sirven de espejo,
tampoco el arco perfecto que dibuja el pájaro,
ni la profunda pausa del mar
antes de explosionar contra el acantilado,
ni la dulce canción de la llovizna del verano,
ni la más pura idealidad de la belleza.
No le sirven de espejo
los espejos.
Ella es la sola imagen de sí misma,
la única palabra en la que Ella
se refleja.
Y en mis ojos sorprendidos,
de los que no existe modo de borrarla.