Toda escritura es autobiográfica. La biografía de un hombre no consiste sólo en lo que hizo, dijo, pensó o sintió, también, y especialmente, en lo que dejó de hacer, decir, pensar o sentir. Por esa razón, y sin que importe el tema, el resultado es inevitablemente tautológico.
Existen, lo he aprendido,
agonías eternas,
y no me hago ilusiones:
Sé que las trazas de la luz de los coches
surcarán un tiempo largo el cielorraso.
La noche aún inspira y expira,
y presiento que su ronco estertor
es simulado,
que sus sombras
sobreactúan la muerte.
Es la antigua vigilia
-de húmedas sábanas revueltas-
que persiste en aparecérseme
con cruel fidelidad,
tan puntualmente
como los fantasmas al Señor Scrooge.
Pero hasta el tonel sin fondo de las Danaides
finalmente rebasa,
así también la sombria
infinitud se acaba,
y por la calle Moreno
ya sube la eufonía del domingo,
la que absuelve de malos pensamientos
sofoca los terrores y aligera el alma
La trae Antón,
el antiguo sereno de la mueblería,
(igual a un hombre orquesta que, a la vez, es
la música, todos los instrumentos y quien los ejecuta)
Machaca a tempo, con su pata de palo,
los adoquines por Misiones y Alsina
y, a cada golpe, como las chispas
que destellan del yunque de un herrero,
va encendiéndose el día.
La mañana del viernes
-me lo salté al contarlo-
Tomás de Kempis me había desengañado
de la ilusión de alcanzar la tarde,
y cuando, extenuado,
arribé a la tarde,
me previno de la noche
y cuando, por fin, las negruras de la noche,
iniciaron, indolentes, su retirada
me advirtió:
no te atrevas a prometerte la mañana.
Antón –ahora retomo-
a sus setenta años,
su metro ochenta de estatura
(que incluye una semi-joroba)
y su masa exuberante,
es la voz blanca
del Coro de Balvanera.
El cura
dice que Antón se limita a abrir la boca
que el que canta es un ángel
que vive adentro suyo.
Ahora -lo adivino en el ritmo,
y porque es la del sábado
la noche que se aleja-,
vuelve de lo de la uruguaya,
la puta ancha, honda, oscura
y pedagógica;
y mientras pasa y repasa
el tamtum ergo,
-hay misa cantada a las once-
su cara se ilumina recordando
el cuarto empapelado
de un azul plomo oscuro
con grandes peonias de un lila envejecido,
una sola maceta con un solo malvón
en la ventana discreta,
la cama turca en el rincón
desordenada y fragante
(y la alquimia delicuescente
de las glicinas y el olor de la basura
que sube del patio interior)
y en su cabecera,
flanqueando la estampita
forrada en celofán
de la Virgen de los Treinta y Tres,
las láminas prematuramente ajadas de
Pepe Schiaffino y Carlitos Roldán.
Atardecía el domingo
cuando Tomás de Kempis
insistió en visitarme, para dejarme, dijo,
nuevas palabras de consuelo:
Los favoritos del mundo
desaparecerán como humo.
Que tengan lo que quieran, dijo
¿Cuánto tiempo les durará?
¿Qué cosa distinta devorará ese fuego?
Y fue así como esa noche del domingo
dormí con la uruguaya.
Con mi maestra de jardín de infantes.
Con el perfume de sus pechos, de su pelo,
de las sabanas húmedas, encendidas,
de las peonias lilas del marchito empapelado
reflorecido; de las glicinas, del olor de la basura
que subía del patio interior,
y el eterno sabor de su saliva.
¿Qué cosa distinta devorará este fuego?
Y, claro, mi pregunta era una plegaria.
Yo voy a enseñártela, me respondía ella.