Sólo nos queda un nombre:
un sonido milagroso, por mucho tiempo.
de “Sin creer en el milagro de la resurrección” de Ósip Mandelstam.
Isaac Deutscher que, me parece, no era Stalinista, citaba en un ensayo de 1950, a Arthur Koestler quien, en las circunstancias más extremas de su fundamentada reacción anticomunista, mantenía la lucidez necesaria para concluir que “Si el ”producto revolucionario”, (el comunismo) ha sido realmente corrompido por la civilización contra la que se ha revelado, entonces, por repulsivo que el producto pueda ser, la fuente del mal no está en el mismo, sino en aquella civilización”. Sería excesivo e injusto esperar que Julian Barnes comparta esta reflexión. Sorprende, sin embargo que el talentoso autor de “El loro de Flaubert” o “América, América”, la obvie absolutamente y ni siquiera procure esquivar alguno de los clichés de aquella literatura propagandística de los años de la guerra fría, la de los Kravchenko, Horia, Valtin, etc. panfletistas que aunque vendieron mucho y fueron coyunturalmente útiles, terminaron resultando impresentables.
En las notas finales, el narrador, con muy buen criterio, recomieda que “en caso de que no guste mi novela” se lea a Elizabeth Wilson, y yo suscribo el consejo. Pero la fuente tutelar de Barnes no es su recomendada, sino, y no creo equivocarme, Testimonio, el mamotreto fraudulento que, en 1979, Solomon Volkov, tras su salida, en 1976, de la Unión Soviética intentó hacer pasar como las auténticas memorias de Dmitri Shostakovich. Él lo cita sí, pero retaceándole su condición de numen, con cierta ironía pudorosa.
Pero lo central, lo que realmente se extraña, es la ausencia de juicio de valor sobre la dimensión musical del protagonista. Su grandeza artística parece deducirse de la particular irritación que sus composiciones provocaban en Stalin. Por el mismo procedimiento se podría llegar a la conclusión que si a Stalin le hubiera gustado la música de Shostakovich, ésta sería mala, que todos los artistas acusados de formalistas, cosmopolitas, decadentes, izquierdizantes, etc. fueron invariablemente talentosos, y que aquellos que por cualquier razón, acertada o no, sintieron y expresaron alguna simpatía hacia aquella etapa histórica, llámense Bernard Shaw, Romain Rolland, Pablo Picasso, Jean Paul Sartre, o como se llamen, además de hipócritas, eran unos idiotas perfectos.
Todo muy parecido a las prácticas que alguna vez usó el Partido Comunista Argentino con quienes nos atrevímos a formular alguna crítica a sus políticas: Nuestros nombres publicados en “Nuestra Palabra”, y la aclaración de que correspondian a traidores y lacayos del imperialismo a sueldo de la CIA.
Aunque no deja de hablar de ella, Julian Barnes se refiere muy sesgadamente, y con poco rigor -incluso con errores groseros- a la música (¿y si no es música o caos, que otra cosa explica a Shostakóvich?).
La anómala asociación de Shostakóvich con Stalin es, sin duda, otro episodio desolador de las ya históricas bodas del Arte y el Poder, tan desolador, insisto, como, invirtiendo el espejo, las del gran Stravinsky con los confortables privilegios del occidente bueno, las de Borges con Pinochet y con los “caballeros” de la Junta Militar Argentino y, en general, la de cualquier intelectual o artista sirviente, sin que importe geografía o época
No se le pide a Barnes que escriba sin tendencia. Incluso las premisas generales de “El ruido del tiempo”, pueden ser compartidas por autores estética e ideológicamente disímiles. El “Mephisto” de Klaus Mann o la “Vida de Galileo” de Bertolt Brecht, parten de tesis similares, y la actitud del mismo Brecht en sus relaciones con el Partido Comunista Alemán, podrían ser un objeto de reflexión similar y, en efecto, lo fueron: Günter Grass la ensayó con “Los plebeyos ensayan la rebelión”, y también el, para algunos, tardío reconocimiento de Günter Grass en “Pelando la cebolla” (2007), de su condición de miembro de las SS durante su primera juventud, y así podríamos seguir.
En las 200 páginas de “El ruido del tiempo” que, en su mayor parte se recorren como “cosa ya leída”, se encuentran de trecho en trecho, buena literatura (propia y ajena) comenzando por el título de resonancias shakesperianas que, aunque el narrador no lo aclare, está en las memorias que Osip Mandelstam, escribió en 1925, también las dos páginas que preceden a la primera parte, -una escena chejoviana que nos llena de buenos augurios para lo que prosigue, y con la que nos reencontramos al final del relato- y hay más: el esbozo tan contrastado de los padres del compositor, el dibujo rápido pero nítido de Tatiana Glivenko y de ese tiempo utópico en el que la idea de un mundo nuevo se expresaba también en el libre ejercicio del amor, y sería injusto afirmarr que en eso se agota todo.
Pero no alcanza, falta la complejidad de la circunstancia histórica que constituye el trasfondo dramático. Falta, además, la música de Shostakóvich que lo expresó tan vivamente. El poder, absoluto y siniestro, está encarnado en una caricatura de la que se ha abusado. La de de sus cortesanos, sucesivamente idénticos, no han corrido mejor suerte. Pareciera que el autor, amarrado por su maniqueísmo, no percibiese que las desemejanzas formales son, en ocasiones, simples coartadas para la uniformidad moral y que prescindiendo de ellas se cala más hondo.
Hay en el siglo XX -y es una desgracia, no que exista, sino que haya sido necesaria- una documentada memoria aterradora, incompleta pero casi infinita, sobre las dialécticas de la crueldad y los ideales generosos, el terror y la cobardía, la ironía (simultáneamente lúcida y despreciable), la sumisión y el autodesprecio, la buena o mala consciencia, más como ejercicio de catarsis que como modificación de una naturaleza que ya aceptamos (por lo menos lo más cínicos) como consustancial. Unos pocos ejemplos: Las del ya citado Koestler del “El cero y el infinito”, las de Antonina Golovina, en “La noche de Valia”, de Monika Zgustova, basada en los testimonios de mujeres, las de los poemas de Anna Akhmátova u Osip Mandelstam, las de los filmes “Noche y niebla” (1955) de Alain Resnais, o “Soah” (1985) de Claude Lanzmannen, La del “Archipiélago Gulag”, de Aleksandr Solzhenitsyn, los insuficientes 148 volúmenes de documentos de los juicios de Nuremberg compilados por William Donovan, Las del “Nunca más”, de la CONADEP argentina, etc. Se podrá decir en descargo de la novela de Barnes que su tema vertebral tiene otro centro y quizás sea cierto. Pero ¿Cómo evitar la asociación y, si se nos impone? ¿Cómo hacer para que esta narrativa no nos suene correcta pero desganada, maniquea y, a la vez, desapasionada, absolutamente desprovista de ruido sí, y con un Shostakóivh, al que seguiremos reconociendo por la obstinada audición de su música y el asombroso descubrimiento que allí sí que está su biografía, y también, cualesquiera hayan sido sus intenciones, sus acciones y sus silencios, la de su país y sus circunstancias?
Entonces la asociación con ese 26 de enero de 1936 del estreno de “Lady Macbeth de Mtsensk”, es inevitable. Pero esta vez, el que se esconde tras las cortinillas de un palco del Bolshoi y borronea una editorial para que dos días después la publique el Pravda, no se llama Iósif Stalin.