Triste domingo con cien flores blancas

Durante uno de los últimos cursos del secundario, frecuenté a un condiscípulo de apellido Roura. No era de los que los barra bravas del bachillerato nocturno del Acosta, consideraríamos un “drugo” que en idioma Nadsat, – quizás alguno que haya leído o visto en el cine “La naranja mecánica”, lo recuerde- significa “amigo”. Roura entraba cómodamente en los parámetros de los “Schutos”, en el que agrupábamos a todos aquellos cuyas dotes intelectuales no nos merecían respeto, cuya sumisión a la autoridad nos repugnaba, y con unos promedios de conquistas amorosas o experiencias sexuales que suscitaban nuestra conmiseración. “Schutos” eran también los domesticables en general, los que para rendir una materia fácil tenían que estudiar, los que carecían de brillantez, desparpajo, y de una potencialidad de transgresión que, para los drugos, incluía la temeridad.
La cosa es que la primera vez que fui a su casa, que no quedaba demasiado lejos de la mía, para recoger los apuntes de una clase a la que no había asistido, y cuando ya me disponía a abrir la puerta para retirarme, entró un señor de unos setenta años, flaco, alto, de pelo blanco y una pilcha, algo pasada de moda, pero increíblemente prolija, elegante, y mucho más por la clase natural de su portador. Raura me lo presento.
-Es Francesc Raura, mi abuelo- me dijo Raura, mientras su abuelo y yo nos estrechábamos la mano, porque él así lo impuso, como iguales generacionales.
De Francesc Luís Raura ya me he olvidado, dijo, y agregó, del Dandy, en cambio, no… pero no creo que ese seudónimo, que es lo mismo que decir “esa máscara”, signifique alguna cosa para usted.
Lo miré intrigado y él se sonrió.
Muchas veces la máscara es más parecida a uno que uno mismo ¿No le parece? Claro que esa máscara tiene que significar una elección personal, no como la del pobrecito hombre de Dumas al que le encastraron sin su consentimiento una de hierro. Venga más seguidos, agregó, mientras se alejaba erguido, casi juvenil.
Desde ese día mis visitas a la casa de los Rauras se hicieron frecuentes. Habitualmente encontraba a Don Francesc en su dormitorio escuchando tangos para mí ignotos, mateando, tomando notas o buscando vaya a saber qué en alguno de sus innumerables libros añejados. Lo natural hubiera sido que yo, ya que me lo permitía, me hubiera limitado a compartir la audición en silencio, pero con el Dandy eso no era posible, era un charlista fascinante que, además, me obligaba a charlar también a mí sobre lo que me gustaba, lo que pensaba y esperaba de la vida, y su atención era absoluta.
Su nieto nos acompañaba un rato, pero, no tardaba en encontrar una excusa para salir del cuarto. Entonces, el Dandy y yo nos distendíamos y reiniciábamos nuestro intercambio; pero más a fondo.
Había nacido en Rio de Janeiro, pero, cinco meses después sus padres se instalaron en Buenos Aires, más concretamente en la calle Defensa, donde se confundían Barracas, San Telmo y el barrio de Constitución. Se fue haciendo periodiquero (así decía) en épocas y diarios hazañosos, Crítica, El Mundo, pero, al parecer, lo mejor de su historia, la parte que realmente añoraba, se concentraba en una vieja revista especializada en el tango.
-Trabajé en “Cantando” hasta 1959- me decía con orgullo. Y aunque yo sabía que había compartido escritorio en las redacciones y curdas en los fondines, con Arlt, los Tuñón o Marechal, parecía que toda su poética se apiñaba en aquella publicación olvidada en la que, con el seudónimo de Dandy, debutó en 1938, con un reportaje que le hizo a Elvino Vardado en el café “Germinal” de la calle Corrientes que quedaba al lado de “El Paulista”, al que todos conocían como “Los Inmortales”.
Desde entonces y, durante muchos años, había publicado infinidad de artículos de crítica e investigación sobre los poetas y músicos del tango, pero mucho más especialmente, sobre las circunstancias, los ambientes y los personajes, que se escondían detrás de tantos versos y tantas músicas.
De Vardado me contaba que le debía el nombre al Conde Elvino de “La sonámbula” de Bellini, opera de la que su padre era un fanático, que debutó a los 14 años con un recital de violín en el Salón La Argentina, de la calle Rodríguez Peña al trescientos, con unas obras de, entre otros, Mendelsshon, Bach y Tchaicovsky, y que su maestro, Doro Gorgatti, se lamentaba de que tocara tango porque “¡usted podría tocar muy bien el violín!”.
De la misma manera, en un RCAVíctor me descubría a Bardi y “¡Que noche!” escrito el 22 de junio de 1918, mientras la nieve cubría la ciudad y sus alrededores, y también unos discos de pasta antiquísimos, con una única cara grabada, en la que se podía escuchar a Ángel Villoldo a veces en dúos con Lola Membrives, los Gobbi, el payador José María Silva y otros, recitando o cantado canciones criollas, cómicas y tangos.
Una tarde, en vena histórica, escuchamos, en este orden, “Abajo la burguesía” que en 1901 escribió un músico y poeta anarquista anónimo, “Don Leandro”, en el que Rafael Rossi llorada al gran caudillo Radical, Leandro N. Alem, que se suicidó en un carruaje que lo llevaba al club El Progreso, el 1 de Julio de 1896, “Se viene la Maroma” de Manuel Romero y Enrique Delfino, en una versión de Canaro de 1932, que, a propósito de la Revolución Rusa decía “Parece que está lista y ha rumbiao / la bronca comunista pa’ este lao; / tendrás que laburar pa’ morfar…” y “Evocación” y “Destino” dedicados a Benito Mussolini por Eduardo Blanco, autor también de “Plegaria”, aquel “Tango de la muerte” que tanto admirada Joseph Goebbels y que las orquestas de prisioneros interpretaban a la llegada de los trenes repletos de judíos y también cuando los prisioneros avanzaban hacia la cámara de gas creyendo que iban a las duchas para ser desinfectados.
Fue así que el maldito tango de la muerte nos arrastró hasta la maldita canción húngara que ayudaba a los suicidas a desinhibirse y terminar.
El Dandy me informó de las románticas circunstancias de su composición y me hizo escuchar la versión original de “Szomorú vasárnap”, que se podría traducir como “Triste domingo”.
Rezsoe Seress, su autor -me contaba lúgubremente- un compositor y pianista audidacta, escribió la canción más triste del mundo ¡y mirá que hay canciones tristes! Dicen que desencadenó una ola de suicidios, “la canción húngara del suicido”, la llamaban, y por eso resultaba tan peligrosa; después la grabaron en inglés y la epidemia se transformó en una pandemia. La BBC incluso prohibió que se emitiera, y muchas casas de discos se negaban a venderla. El mismo compositor, tras un primer intento fracasado, puso fin a sus días estrangulándose con un alambre en la cama de un hospital de Budapest.
Después me hizo escuchar las primeras versiones en castellano: La que grabó en 1936 Agustín Magaldi y la menos conocida de Mercedes Simone, un poco posterior.

(…) te esperé, amada
con cien flores blancas,
Más el recuerdo
trajo a la cita,
la desilusión en sus alas

La música era la de aquella “Gloomy Sunday” que Billie Holiday decía con una voz definitivamente quebrada. Ese desgarro obscuro e hipnótico que yo había rescatado de un montón de viejísimos 78 rpm, a la muerte de mi tía Zulema, y que, aunque procuraba sacármela de la cabeza, siempre terminaba oyéndola, especialmente a la noche, con la luz apagada.
Un día después le hice escuchar al Dandy, la versión de Billie de 1940.
Cuando la voz se apagó, el disco siguió girando un buen rato en el Winko, y el maniático giro de la púa en el surco era una continuidad lógica.
No podía ocultarlo ni lo intentaba. Su corazón tanguero se había estremecido.
-Es hermoso, comentó, ella tiene lastimada la garganta y el corazón, pero igual es hermoso. Sólo Mercedes Simone, en el mundo entero, podía cantarlo mejor.
Roura dejó el Acosta unos meses después, la familia debía trasladarse a Rio Cuarto, Córdoba, en donde su padre asumiría la dirección de una agencia de la Dirección General Impositiva, y el Dandy no pudo, aunque reclamó su derecho a decidirlo, quedarse en Buenos Aires.
Era una expatriación y dolorosa, pero cuando nos vimos por última vez, se comportó como si no tuviera ninguna importancia.
Nos limitamos a escuchar a la Simone, y a la Holiday, como él las nombraba. Después, bien envuelto y con cartones para protegerlo, puso en mis manos la grabación de 1936, la de Agustín Magaldi.
Quedamos en vernos pronto. Por supuesto los dos sabíamos que mentíamos.

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