Una puerta que se entreabre

Tengo que repetirme como un mantra
-sin ceder al sopor del limbo amniótico-
que mi destino es el de un gran hombre
tan lleno de talentos
que, para madurarlos,
necesitaría al menos, cien o doscientos años:
Sí, repetirlo 108 veces:
krisná krisná, hare hare,
hasta que todo dance a su cadencia.

Un ejemplo:
¿A la flor de Udumbara,
no le son concedidos,
tres mil años para florecer?
¿Cómo asumir, de otro modo
la tarea
de hacer girar la rueda
Y desvelar el sentido de
ese intervalo eterno
en el que, contra toda razón,
lo misterioso sigue sucediendo?

Otra elección:
No llegar a ser nadie,
O ser un fiasco, pero intenso.
Pertenecer, por familia, a las udumbaras
y, por temperamento, a la flor del hibisco,
que abre sus pétalos al amanecer
y se marchita y muere
hacia el atardecer del mismo día.

Cualquiera sea el impulso,
-y establecido que la insignificancia puede ser majestuosa-
(y viceversa)
abreviemos:
si una puerta se entreabre,
y al instante se cierra,
lo percibido es, necesariamente,
pura materia de ensueño,
turbiedad de la que apenas se usufructúa
el rasgo ligerísimo de una sombra,
y exhaustiva, maniáticamente,
un cien por ciento de los detalles
inadvertidos.

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