Acababa de cumplir diez años cuando la conocí y me enamoré definitiva, locamente. Me dijeron que era demasiado chico, que no fuera impaciente, que tenía mucha vida por delante, que lo que ahora dolía tanto y parecía definitivo, rápidamente iba a borrarse de mi memoria sin dejar cicatrices. Me negué a atender razones y se me castigó prohibiéndome volver a verla. La vigilancia a la que fui sometido, extraordinariamente severa, resultaba, sin embargo, nimia, irrisoria, contrastada con la ardiente pasión que impulsaba el reencuentro. Resultó fácil, entonces, burlar año tras año a nuestros crueles guardianes. Ella, acudiendo a cada una de nuestras citas clandestinas absolutamente distinta, era quienes los confundía: Un color diferente de piel, de ojos, de cabello, otra voz, otra estatura, otro nombre…