El acto sin sentido

¿Qué esperan los que esperan a Godot? Beckett mismo lo dijo: “Si yo supiera quien es Godot no hubiera escrito la pieza”. La escritura es descubrimiento aunque se descubra que no hay nada, que es un absurdo. El silencio, el vacio de comunicación también comunican, nos están diciendo algo, y aquello de lo que hablan no es otra cosa que la desgarradora agonía humana.

 

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A cien años del nacimiento de Samuel Beckett (*)

La ausencia de tragedia en un mundo trágico da lugar a lo cómico, la paradoja de Maurice Regnolt con la perspectiva de esa inflexión ontológica -Auschwitz-y, en nuestra experiencia más próxima, el proceso militar genocida, hace de Samuel Beckett, premio Nobel de literatura 1969, de cuyo nacimiento se cumplieron en abril cien años, uno de los autores referenciales, para lo bueno y lo malo, de las dramaturgias universales que, tras la derrota del nazifascismo, empiezan a constatar un paisaje desprovisto de absoluto.

Hasta el mal, como lo demostrará Hana Arend en el juicio a Eichmann en Jerusalén, se ha vaciado de metafísica.

No hay catarsis porque no hay esperanza, y no hay esperanza porque la espera sucede en el exilio de la historia.

Joad comenta que Parménides, que vivió alrededor del siglo V a.C., pensó la realidad como una masa sólida, un plenum, algo que ocupa el todo sólido, sin distinción de ninguna de sus partes, sin comienzo ni cambio. Inmóvil, pero que si se moviese, automáticamente sería nada.

La acción lógica de ese universo era, naturalmente, la espera. La idea de aquel presocrático: caos, inmanencia, ausencia de origen y de sentido, prefigura la cosmogonía Beckettiana y desde ella -como desde ninguna otra percepción- puede llegarse a este conflicto.

En 1949, Samuel Beckett y George Duthuit mantienen varias conversaciones sobre arte. En una de ellas y al respecto del pintor holandés Bram Van Velde, Beckett define la situación y el acto del artista:

La situación es aquella del que está indefenso, del que no puede actuar, en el instante en que no puede pintar, pero está obligado a pintar.

El acto es el de aquel que, indefenso, incapaz de actuar, actúa, en el instante pinta, ya que está obligado a pintar.

-¿Porqué está obligado a pintar?- le pregunta Duthuit

-No sé.

-¿Por qué es impotente para pintar?

-Porque no hay nada para pintar y nada con qué pintar.

Habla de un arte cansado de sus insignificantes explosiones, cansado de pretender ser posible y le antepone la expresión de que no hay nada que expresar, nada con qué expresar, ningún deseo de expresar, junto a la necesidad de expresar.

En 1957, una compañía de San Francisco conocida como Actor´s Workshop presentó “Esperando a Godot” en la prisión de San Quintín ante un público de más de mil cuatrocientos convictos. La producción fue un gran éxito y los presos, vaya a saber con qué terrorífica naturalidad, se reconocieron en Vladimiro y Estragón, y hasta es posible que hayan entendido la representación ontológica de Parménides como una constatación simple y transparente de la verdad. Para Beckett no se trataba de una experiencia nueva, ya se había cumplido anteriormente en la Prisión de Luttringhausen en Alemania. En esa ocasión recibió una carta firmada simplemente por "Un Prisionero". Empezaba así: "Usted se sorprenderá al recibir una carta acerca de su obra "Esperando a Godot" proveniente de una prisión donde residen muchos ladrones, hombres locos y asesinos, que viven una vida de espera… y de espera… y de espera… ¿Esperar qué? ¿Godot? Quizás".

Sobre esto, más que como se estila en nuestras regiones teatrales, sobre la retórica beckettiana, de la que ya hay que limpiar hasta a nuestros sainetes, vale la pena que reflexionemos.

Es un universo a-referencial, sin cuerpo, sin conciencia, sin lenguaje que pone en acto, la anulación de la existencia y la imposibilidad de la libertad, es decir: de la culpa. Las acciones de Vladimiro, Estragón, Clov y Ham son entonces, de alguna manera, un juego inocente con elementos de la realidad que establece la crítica por el absurdo (¿pero qué absurdo?, se preguntaría Camus) de los hombrecitos de Kafka o Pinter, esos patéticos paradigmas de la mala conciencia.

"Aquí/ fuera del tiempo, bajo un sol anterior a la creación, los ojos palidecen, los ojos se apagan. Los labios mueren/…/Las palabras todas están desde hace tiempo marchitas/…/ las palabras están desde hace largo tiempo descoloridas”

No son palabras de Samuel Beckett, las escribió Charlotte Delbo al final del primer relato de su deportación a un campo de exterminio. Los nazis querían vaciar los campos de lenguaje o vaciar el lenguaje, por eso Jean Amery o Hollander-Lafón presentan la deportación y el genocidio como una lucha contra el nombre y la identidad, y una gitana, Celia Stojka, escribe: "…Si mamá no me hubiera dicho, tú eres tú, entonces, yo no hubiera jamás osado sobrevivir… yo me habría quedado en Auschwitz".

Yo pienso la poética de Samuel Beckett -perdóneseme la irreverencia-como un maravilloso, fecundo fracaso, una de esas enormes catástrofes estéticas a las que si uno se acerca crítica, conflictivamente, sorteando sus más obvias retóricas y a los celosos guardianes de las mismas, sale con un tesoro.

Evoco sus desesperadas apelaciones al silencio y descubro alguna de las pocas acciones llenas de sonido y de furia que fue capaz de darnos ese agónico teatro de la segunda mitad del siglo veinte. Cuando las van-guardias, las únicas, las históricas, ya habían sido fusiladas.

(*) Este artículo se publico en la Revista de Literatura, Artes y Humanidades “Álgebra y Fuego” (Año 2, nº 5, julio de 2006)

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