Hay entre todos los Ibsen posibles, uno al que insistimos en visitar y revisitar. La razón es que, a cien años de su muerte, lo encontramos latente en la gran mayoría de los sistemas teatrales contemporáneos, pese a los ibsenianos y el ibsenismo que se obstinaron en construir con una de las etapas de su teatro, un modelo rígido, estrecho y subordinado a determinados discursos sociales que el transcurrir del tiempo ha superado, relativizado o asimilado al statu quo, más allá del grado de subversión que pudieran poseer en el momento de su incorporación al universo dramático por el genio de Ibsen.
Jorge Luis Borges, al recordar ese episodio en el que Peer Gynt, al final del tercer acto de la obra que, hay que recordarlo, consta de cinco, recobra el animo al pensar que nada puede ocurrirle porque aún faltan dos actos para que termine la historia de la que el es el protagonista, además de reafirmar su admiración por Ibsen –“uno de mis escritores favoritos” dice- está subrayando la modernidad del dramaturgo que dispone con tanta naturalidad del recurso de la meta-teatralidad que -aunque tenga orígenes pretéritos- se constituyó a partir de Pirandello, Genet, Pinter y hasta Beckett, en una suerte de distintivo de las estéticas antiilusionistas, lo que no es poco viniendo de quien ha sido capturado por la preceptiva como paradigma de la idea aristotélica en el drama moderno y, por sobre la audacia de sus temáticas, también de la pièce bien faite burguesa.
Decíamos, a partir de otra de las cuestiones sobre la que -con la muy bienvenida excusa que nos proporcionó la conmemoración del centenario de su muerte- reflexionamos recientemente, que se nos imponía que la vigencia del autor le debe menos a la verosimilitud psicológica, al reformador social y al moralista, que a la sensibilidad y la pluralidad de sentidos y resonancias del poeta. Y hablamos de una sensibilidad artística forjada en la temprana fascinación por las eddas y la poesía escáldica, o esas antiguas sagas épicas o narrativas que tanto inspirarán al autor de “Madera de Reyes”, a punto tal que en su desmesura tan poco aristotélica, asume y confunde las regiones del bardo, las del mitólogo y las del historiador, según el ejemplo de aquel Snorri Sturluson que, en el siglo XIII, -tiempo y espacio en el que los dos pretendientes a la corona, Haakon Haakonsson y el Yarl Skule, confrontaron sin tregua ni piedad sus respectivos derechos- escribió la renombrada Heimskringlo o Saga de los reyes de Noruega, en la que los limites entre la crónica, las tradiciones populares y la pura invención resultan imperceptibles, o el de un tal Petter Dass que al componer “La trompeta de Nordland”, extenso poema topográfico, parece anticipar el paisaje de un buen trecho del viaje de Peer Gynt.
Pero el aliento mitológico, legendario, persiste en toda la obra de Ibsen, también cuando –parafraseando a Raymond Williams- cambia el verso por la prosa y abandona la leyenda por la observación, e incluso en su última etapa, la de Solness o Cuando despertemos entre los muertos (tan subestimada por quienes pretenden reducir su obra a la dramatización de opiniones y actitudes) en las que la historia se manifiesta a través de criaturas simbólicas formadas en una extraordinaria unidad de tensión creadora.
La agonía de los personajes de Ibsen siempre se libra con un Troll, raza de enanos surgida de las larvas de un cadáver, y no importa si éste revela obscenamente su naturaleza como el Rey Drove, si, como los conciudadanos del Doctor Stockmann de Un enemigo del pueblo, la esconden arteramente, o si se esconden en los rincones más oscuros de las conciencias, culpas del pasado, secretos vergonzosos, espectros que al encarnarse, al ser expuestas a la luz de la verdad, desataran catástrofes proporcionales a las de las cosmogonías primordiales, las de la aurora del tiempo.
(*) Esta nota fue publicada por el diario Página 12, el 19 de octubre de 2006, con motivo del centenario de la muerte de Henrik Ibsen.