Forges, el gran dibujante, el humorista genial, el más talentoso de los artistas gráficos del último medio siglo de la historia de España (el de la oportunista reconversión democrática de los franquistas y la traición a la legalidad republicana) creó, un lenguaje absolutamente propio que, naturalmente –siempre ocurre con los grandes artistas populares- preexistía a su anclaje artístico.
El hombre no puede imaginar lo que, de alguna manera, no está en su experiencia: tipos, paisaje, habla. Lo nuevo, lo ingénito de la invención, es la mirada, y la mirada de Forges, como las radiografías, reveló una realidad sustantiva, una realidad (el universo forgiano) que, una vez desvelada, fue reconocida como propia y conformativa por sus compatriotas.
Mi experiencia personal como lector de Forges se inició con un estrepitoso fracaso (igual que con Joyce y Beckett) admiré al dibujante pero lo textos me resultaron una galimatías, cuando reincidí –aproximadamente dos años después- me asumí, con toda naturalidad, como personaje de ese variopinto universo forgiano”. Yo era, exactamente, como cualquiera de los dos náufragos que, en una isla mínima, tienen que combatir la soledad y la añoranza con una hipertrofia de la fantasía.
Forges me enseñó mucho sobre exilios. Ya de regreso a Ítaca, todavía exiliado (y me parece que para siempre) leo y releo a Forges, me rio con Mariano y Concha y Peralejos, con las viejitas de negro y (¿?) con pañuelos blancos, del bracillo con su bufanda y su amigo caminando por los campos de Castilla, cuando uno le dice al otro: “ahí la tienes, báilala”, y cada día me parezco más al naufrago de la isla, que cada vez que le cagaba un pájaro o se le caía un coco en la cabeza se quejaba del país….”¡país!”